lunes, 18 de octubre de 2010

Palabras que no sobren

Palabras que no sobren

Uno de los temas inevitables en este blog, y tantos otros, es su sentido. Este liviano blog-existencialismo hay que tratarlo como a los defectos propios o a los hijos feos, con cariño y paciencia. Es decir, no maldecir por el permanente replanteo del curso de navegación o el color del barco. No hay camino sino estelas en la mar, dijo el poeta lejos del hogar. Hay que quererse, con perdón de la cacofonía.

Las Palabras se llama la biografía de Sartre (hablando de hijos feos). Y eso es todo. El resto es silencio. Quiero decir, como decía alguien que no recuerdo bien, que si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor quédate callado. Qué maravilloso sería el mundo. Y cuando digo belleza quiero decir tanto música, eufonía y juego virtuoso, como profundidad, revelación y sentido. El texto puede ser bello de muchas maneras distintas, pero nunca debe dejar de ser necesario. Si le falta fondo, que encandile la forma, y viceversa generosa. Un viejo profesor de Lengua en una Facultad de Ciencias -personaje decimonónico de bastón y monarquismo- decía, refiriéndose a las mujeres: “Si bella… para qué virtuosa. Si virtuosa… para qué bella”. Sabiduría químicamente pura.

Volviendo a las palabras. Basta que Sabina diga “este rosario de cuentas infelices, calla más de lo que dice, pero dice la verdad” para que el ida y vuelta del entendimiento gozoso, con repaso y sospecha, sea como una figura imposible de Escher que se cierra al quedar abierta. Pero, cruzando la calle, también están las palabras con peso. De eso trataba un artículo que escribí a fines del 2001 y que se publicó en Espaces Latinos. Aquí lo copio.

Palabras, palabras, palabras

Se escribe mucho. Todo el mundo se queja de que se lee poco, pero nadie se queja de que se escribe mucho. Las palabras vacías llenan nuestro tiempo. Acechan desde revistas, periódicos y libros; desde el papel y desde la pantalla de internet. Hay discretas copias de copias de bestseller, ostentosas reiteraciones de verdades de Perogrullo, y serenos homenajes a la estupidez promedio. La levedad se hace cada día más insoportable. Hace más de medio siglo se agobiaba ya Vallejo: “¡Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra!”. Aquel que pueda refutarlo que lance el primer silencio.

Sin embargo, también hay palabras que pesan. Palabras que no sólo no se las lleva el viento sino que cargan las espaldas de nuestras conciencias. Palabras duras, en el borde de la derrota final; palabras llenas de absoluto, que no se escriben para el aplauso. El mismo Vallejo escribió alguna vez:

“...El dolor nos agarra, hermanos hombres, por detrás, de perfil (...)

Y también de resultas del sufrimiento, estoy triste hasta la cabeza,

y más triste hasta el tobillo (...)

¡Cómo, hermanos humanos, no deciros que ya no puedo y ya no puedo...”

Y en ese Paris con aguacero en el que durmiera el peruano Vallejo se desvelaba años después el rumano Emil Cioran. El insomne y maldito Cioran que antes de cumplir treinta años escribiera:

“Ni los hombres, ni siquiera los santos, tienen nombre. Sólo Dios lo posee.

Pero, ¿Qué sabemos nosotros de El, sino que es una desesperación que

comienza donde acaban todas las demás?”

Finalmente, mucho más allá de los Pirineos, y mucho antes que Cioran y Vallejo, hubo un empleado en una oficina de contabilidad que escribía cada noche en su buhardilla. Un enjuto y taciturno burócrata que descubrió a orillas del Tajo que era él y otros más al mismo tiempo. En algo así como su diario, y sin saber jamás que sería leído, Fernando Pessoa escribió:

“Me he dado cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. (...)

Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo

a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé

pensar, no sé querer.”


Muy lejos de Europa y cerca del fin del mundo, Eduardo Miño escribió a fines de noviembre del año 2001 una frase cargada de dolor verdadero: “Mi alma, que desborda humanidad, ya no soporta tanta injusticia”. Pero, a diferencia de Vallejo, Cioran y Pessoa, Eduardo Miño no era un escritor, ni tampoco escribió otros textos después de esa frase. Con esas palabras terminaba la carta que Eduardo Miño, un obrero chileno, entregó a los testigos minutos antes de prenderse fuego enfrente del Palacio de La Moneda en Santiago. En un juego de espejos para la ironía, Eduardo Miño se inmoló en el mismo lugar donde se inmolara el socialista Salvador Allende en 1973, pero protestando por la omisión cómplice del gobierno del socialista Ricardo Lagos, cuya política económica es la misma que la de los enemigos de Allende. Eduardo Miño (repito su nombre para que se grabe en la memoria) no murió en un combate callejero como Carlo Giuliani, a quien alguna prensa despistada ha bautizado como “el primer mártir de la globalización”, como si buena parte de los más de 20,000 muertos diarios por hambruna y enfermedades curables no fueran a la cuenta del neoliberalismo global. No, Eduardo Miño se quemó a lo bonzo. Su coraje supremo tiene más de derrota interna que de rabia desatada. Eduardo Miño se rindió y quiso que todos lo supiéramos. Y para eso eligió cuidadosamente sus palabras últimas e identificó a los culpables de su sacrificio, para que no quedara lugar para la especulación o la desinformación interesada.

Así partió Eduardo Miño, ignorando que sus palabras, al menos por un día, darían la vuelta al mundo. Pero la prensa ya no habla de él, porque ahora la rabia es argentina y apedrea los bancos y saquea supermercados. Los responsables locales del desastre siguen reciclándose en candidatos a mesías. Los responsables foráneos siguen exigiendo orden y garantías para poder continuar con su política de saqueo institucional de las riquezas de Latinoamérica. Y mientras el Río de la Plata se acerca cada vez más a la Costa de Marfil, los corruptos de siempre exigen moralización hoy. El mundo sigue de cabeza. Quizás por eso el aturdimiento de los lectores. Quizás no sea culpa de tantas palabras vacías.

· La carta de Eduardo Miño:

"Mi nombre es Eduardo Miño Pérez, CI: 6.449.449-K, militante del Partido Comunista.

Soy miembro de la Asociación Chilena de Víctimas del Asbesto. Esta agrupación reúne a más de 500 personas que están enfermas y muriéndose de asbestosis. Participan las viudas de los obreros de la industria Pizarreño, las esposas y los hijos que también están enfermos solamente por vivir en la población aledaña a la industria.

Y han muerto más de 300 personas de mesotelioma pleural que es el cáncer producido por aspirar asbesto.

Hago esta suprema protesta denunciando:

1.- A la industria Pizarreño y su holding internacional, por no haber protegido a sus trabajadores y sus familias del veneno del asbesto.

2.- A la Mutual de Seguridad por maltratar a los trabajadores enfermos y engañarlos cuanto a su salud.

3.- A los médicos de la mutual por ponerse de parte de la empresa Pizarreño y mentirle a los trabajadores, no declarándoles su enfermedad.

4.- A los organismos de Gobierno, por no ejercer su responsabilidad fiscalizadora y ayudar a las víctimas.

Esta forma de protesta, última y terrible, la hago en plena condición física y mental como una forma de dejar en la conciencia de los culpables el peso de sus culpas criminales.

Esta inmolación digna y consecuente la hago extensiva también contra:

- Los grandes empresarios que son culpables del drama de la cesantía que se traduce en impotencia, hambre y desesperación para miles de chilenos.

- Contra la guerra imperialista que masacra a miles de civiles pobres e inocentes para incrementar las ganancias de la industria armamentista y crear la dictadura global.

- Contra la globalización imperialista hegemonizada por Estados Unidos.

- Contra el ataque prepotente, artero y cobarde contra la sede del Partido Comunista de Chile.

Mi alma, que desborda humanidad, ya no soporta tanta injusticia".