sábado, 17 de noviembre de 2012

El arte de amar


Jiménez la vio y su primera reacción fue esconderse detrás de un gordo en la fila. Pero el gordo justo se agachó para amarrarse las zapatillas, una tarea ciclópea para el dueño de tan portentoso vientre, tardando lo suficiente para exponerlo a los ojos de Alicia. Cuando ella le dijo “Aníbal” él por un momento pensó que se refería a otro. Hacía tiempo que nadie lo llamaba por su nombre. En la agencia de viajes en la que trabajaba como estafeta, era Jiménez para todos, en su casa su mujer lo llamaba Cupuchi, y su hijita alcanzaba a decirle Chuchi. No pudo evitar responder el saludo de Alicia ni aceptar que ella le invitara un café al terminar el trámite en el banco. Llevaba casi cuatro años sin ver a Alicia, y ella estaba más guapa que la última tarde que se sentó junto a ella en la sala de su casa, cuando todavía eran novios. Poco después de esa tarde, cuando una vez más Jiménez le dijo que sí pensaba en el matrimonio con ella, y que por eso no tenía problema en esperar un poco más para acostarse con ella, la vida de Jiménez cambiaría para siempre. Todo comenzó cuando el hermano menor de Alicia apareció de pronto, sin saludarlo, como siempre, y le preguntó si ella tenía “El arte de amar”, porque se lo habían encargado a leer en el colegio.  Cuando ella le dijo que no, el pequeño y mimado Juliancito (a quien Jiménez se refería como enano maligno o tumor del suelo cuando conversaba con sus amigos) comenzó su enésimo berrinche. Entonces Jiménez, para hacer méritos ante los ojos del padre de Alicia, un acaudalado empresario que no terminaba de aceptar la idea de que su hija se casara con alguien sin apellido, se ofreció a conseguir el libro al día siguiente. Tolerar los desplantes de su odioso hermano era poca cosa al lado del esfuerzo por contener sus naturales ímpetus sexuales con Alicia, quien por su educación arcaica y religiosa insistía en llegar virgen al matrimonio. Pero Jiménez aguantaba estoico, sabiendo que el premio mayor lo esperaba al final de ese via crucis. Porque el casarse con Alicia no significaba solamente consumar por fin sus deseos sobre ese cuerpo tan apetecible, implicaba también tener un trabajo seguro y bien pagado en las empresas de la familia. Sus amigos lo alentaban, convenciéndolo de que bien valía la pena el sacrificio presente a cuenta del futuro venturoso, y ya tenían apuestas sobre cuál sería el paraíso tropical en el que pasarían la luna de miel pagada por el suegro. 
Poco después de llegar al tradicional barrio de librerías, Jiménez  quedó descolocado cuando, tras preguntar por “El arte amar”, un librero le dijo que había dos libros que respondían a ese título. Uno era un bestseller, una suerte de libro de auto-ayuda, y el otro era un clásico de un poeta romano contemporáneo de Herodes. Jiménez no lo dudó. En ese colegio tan conservador y aristocrático solamente podían estar buscando la obra del poeta Ovidio. A Jiménez le agradó escuchar el nombre de Herodes asociado al enano maligno. El problema era que ese librero, y la otra docena de libreros que consultó después, únicamente tenían el libro de Erich Fromm. Más de una vez le pasó por la cabeza comprar el libro disponible, sobre todo cuando recordaba a Juliancito emitiendo flatulencias mientras él esperaba a Alicia en la sala, pero después pensaba que no podría hacerse el tonto cuando ella le increpara el error. Estaba ya cansado de recorrer la zona y preguntar en vano, cuando un viejito con aspecto de sabio o de ropavejero le dijo “Pregunte en la librería Parménides” y le dio las señas para llegar al lugar, que quedaba en una zona antigua y deteriorada de la ciudad. Hasta allí llegó Jiménez tras un largo viaje en microbús. La librería Parménides era un local pequeño y oscuro donde se hacinaban miles de libros en aparente desorden, los que casi ocultaban el escritorio donde un hombre mayor de aspecto atribulado parecía hacer cuentas. 
Cuando el hombre le dijo, con la mirada perdida, que sí tenía el libro que buscaba, Jiménez se sintió un triunfador. Todo era cuestión de esperar unos minutos y el libro estaría en sus manos. Pero esa sensación de victoria no duraría mucho. Cuando apenas había comenzado a recorrer con la mirada los lomos de unos libros antiguos, sintió un golpe seco. Al volver la vista tuvo claro que el hombre había impactado su cabeza sobre el escritorio tras perder el sentido. Su primera reacción fue mirar hacia los costados y pedir ayuda, pero estaban solos. Por un momento se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Salió a la calle corriendo pero no había nadie a la vista. Volvió a entrar y, tras notar que no había un teléfono en la librería (tal vez se ocultaba debajo de algún diccionario enciclopédico), decidió que no podía huir. Le tomó el pulso y descubrió con alivio que el hombre no estaba muerto. Tras varias ideas descartadas e intentos frustrados, Jiménez encontró el teléfono celular del librero en el primer cajón del escritorio. Apretó el botón de llamadas recientes y solamente aparecía un nombre “Carla”. Resultó ser la hija del librero, con la que compartía una minúscula casa a pocos metros de allí. Todo sucedió muy rápidamente. Carla llegó corriendo, le aplicó a su padre una inyección (el librero era diabético), le pidió a Jiménez que la ayudara a llevarlo apoyado hasta su casa y, una vez que el viejo estuvo bien instalado en su cama, y Carla quedó tranquila (esos episodios no eran muy raros, le contó), le ofreció que se quedara a tomar el té. De todas las alternativas posibles que pudo imaginar Jiménez cuando dijo “Sí”, principalmente porque estaba cansado y hambriento después de una larga tarde recorriendo la ciudad buscando el dichoso libro, ninguna se podía acercar a lo que finalmente ocurrió. 
Poco más de una hora después de haber entrado por esa puerta cargando al desfalleciente librero, Jiménez, con los ojos cerrados, recibía con un placer indescriptible una obra maestra del sexo oral. Y apenas unos minutos después, de pie y en la cocina de la casita, Jiménez y Carla se prodigaban en un acto sexual desenfrenado, como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente. No es fácil explicar cómo llegó a ocurrir. Tuvo que ver la abstinencia forzada a la que Alicia lo tenía condenado, la innegable sensualidad de Carla, el agradecimiento de ella por su ayuda, y una franca y distendida conversación previa que –si bien no tuvo nada de especial– les permitió descubrir que tenían más cosas en común de lo que suponían. Cuando se despidieron, ambos tenían claro que era muy probable que no se volvieran a ver. Pero estaban equivocados. Una niña que hoy le llamaba Chuchi, concebida aquella tarde en la misma cocina en la que cada mañana Jiménez se prepara el café, había sido la causa para que él se casara con Carla y no con Alicia. La muerte del librero, ocurrida poco después de esa tarde de sucesos impensados, había terminado por convencer a Jiménez de que no podía desentenderse de su responsabilidad. Con el tiempo, tras vender la librería para saldar deudas y refaccionar la casita, Jiménez y Carla habían aprendido a querer la vida que llevaban pero no habían elegido. 
Casi todo este relato resultó nuevo a oídos de Alicia en el café. Cuatro años antes, Jiménez solamente le había dicho por teléfono que se había dado cuenta de que lo de ellos no podía ser, y casi nada más. Ella no le guardaba rencor, le dijo, antes de contarle lo feliz que era con sus dos hijos y su marido, que acompañaba a su padre a jugar golf y a cazar. Alicia no fue muy efusiva al describir su felicidad, no se sabe si por pudor, por no querer poner en evidencia el contraste frente a lo que acababa de escuchar, o simplemente porque su felicidad no daba para más que ese frío resumen. Ninguno de los dos quiso decir nada polémico o hiriente, no era la idea de esa breve reunión que seguramente no tendría segunda parte. Sin embargo, él notó cierta inquietud en Alicia durante su relato de los hechos, y todavía la notaba un poco turbada, como si hubiera algo que no se animaba a decirle. Finalmente, después del tercer silencio que se hizo en la conversación, él se animó a preguntarle. Y entonces, tras una larga pausa que no pudo evitar que se le quebrara la voz, ella le dijo que el libro que su hermano necesitaba era el de Erich Fromm.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Síganme los buenos


Cuando hacía el doctorado en Suecia llevaba una doble vida. No, no se trata de eso. Lo que ocurre es que, debido a la necesidad de hacer un doctorado en un tiempo menor al habitual, llegaba a la hora que llegaban los suecos (07:30) y me iba después de la hora que se iban los no-suecos (20:00). En esas largas jornadas de trabajo, más de una vez me atacó el hambre. El muy civilizado Departamento de Entomología tenía una acogedora cocina y un comedor, con café y té siempre disponibles (también había cuartos para dormir la siesta). Un buen día sumaron un atractivo muestrario de madera lleno de delicatessen: galletas, chocolates, mazapán, pastelillos de canela, etc. El procedimiento era simple: uno tomaba lo que quería y depositaba las monedas correspondientes en una alcancía. Lejos de cualquier ojo humano o electrónico, el sistema estaba basado en la proverbial honestidad escandinava. Cada vez que he contado esta historia, mis interlocutores peruanos o chilenos han comentado que en nuestros países un sistema así terminaría el primer día sin dulces, sin alcancía, y hasta sin muestrario. Yo habitualmente andaba con monedas suficientes y premiaba mi esfuerzo con esas delicias calóricas. Pero un par de veces ocurrió que no tenía monedas, y no había manera de obtener vuelto de la alcancía. Confieso que, en la soledad total de la noche, me pasó por la cabeza tomar el chocolate deseado y pagarlo al día siguiente. Pero la sola posibilidad de que a la mañana siguiente hicieran caja temprano y notaran el faltante, y que todos pensaran en el sudamericano noctámbulo, confirmando así el estereotipo, me hizo retroceder. Otro café sería el premio consuelo. En una de esas dos noches, volviendo orgulloso de haber vencido la tentación, me topé con una pareja de sorprendidos y sudorosos professors, ambos felizmente casados (con otros), que no habían podido vencerla. Se veía que le habían dado otro uso a los cuartos para siestas. Yo no era el único que llevaba una doble vida.  

Recordé la historia de las delicatessen en Suecia ayer mientras leía Freakonomics.  En este libro se relata el experimento sobre honestidad que sin querer hizo Paul Feldman. Este hombre se ganaba la vida dejando panecillos (bagels) al lado de una alcancía en muchas, muchas empresas. Al día siguiente recogía los saldos de panecillos y contaba la plata. Como anotaba todo, a lo largo de los años pudo construir una enorme base de datos de la honestidad en las oficinas norteamericanas. Pudo así saber que los altos ejecutivos eran más deshonestos que los mandos medios (lo mismo se publicó hace poco respecto a las infracciones de tránsito), que tras los atentados a las Torres Gemelas la honestidad subió, que también subía cuando había una racha de buen clima, y que bajaba cuando la racha era de mal clima. Creo que esta información cuantitativa es muy valiosa, no solamente para entender la conducta humana, sino para ponderar los argumentos sobre si somos inherentemente honestos o deshonestos. Ya he comentado antes en el blog que ver un par de botellas vacías en la playa nos lleva a generalizar sobre todos los usuarios, cuando puede que sea una proporción ínfima de ellos la que tenga esa conducta incivilizada, o que los actos vandálicos de unos cuantos infiltrados en una masiva marcha estudiantil llevan a estigmatizar todo un movimiento. Lo interesante es que estos antecedentes muchas veces sostienen la posición optimista o pesimista sobre la sociedad que defienden las personas. Frente a esto creo que vale la pena hacer la pregunta a priori. ¿Qué porcentaje de honestidad en el experimento de los bagels te convencería de que las personas son, en general, honestas? Si nos basamos en la democracia, sería suficiente con ser la mitad más uno. Si para convencernos exigimos diferencias estadísticamente significativas, la brecha entre tramposos y honestos debería ser mayor. Sea como sea, la idea es que definas el criterio antes de saber el resultado. Esto evitaría elucubraciones a posteriori que busquen defender un prejuicio. OK, ¿listo, lista? El promedio general de honestidad encontrado a través de los años fue del 87%. Para mí, suficiente. Sin desconocer diferencias culturales, y sin negar la importancia de los estímulos y sanciones, creo que esto prueba que intrínsecamente no somos malas personas.