sábado, 5 de mayo de 2012

Opio y monedas


Nada sabemos del alma
sino de la nuestra;
las de los otros son miradas,
son gestos, son palabras,
con la suposición de cualquier semejanza
en el fondo.
Fernando Pessoa
La anciana parece dormir. Al agachar la cabeza no se le puede ver el rostro pues lleva un oscuro sombrero de fieltro. Está sentada en el suelo y sus polleras extendidas son a la vez mantel y abrigo. Sobre el supuesto mantel hay sólo un vaso de plástico. Cada vez que siente pasos o voces agita el vaso para que suenen las monedas. No levanta la cara. No es posible saber si agradece en voz baja cuando alguien deposita una moneda en su vaso. Menos se sabe sobre lo que siente después de cada exitoso o fracasado tintinear de monedas.
Han pasado dos horas, y quizás más de cien personas. La anciana ha recibido sólo seis monedas. Es probable que esté angustiada o simplemente triste por la escasa cosecha. No le va a alcanzar; no sabemos bien para qué, pero seguro que no le va a alcanzar. Entonces un niño sucio y andrajoso, a quien bastaría ver para saber que mendiga igual que su ¿madre? ¿abuela?, se acerca y le da otras cuatro monedas. Es su aporte, su propia cosecha de las últimas horas. Cada uno desde su esquina y desde sus años. La anciana en silencio, casi convertida en estatua (una estatua en homenaje a la miseria, diría alguien que no tiene idea de lo que es la miseria), y el niño bullicioso, zangoloteando con los otros niños, colegas de esquina. La alegría todavía es gratis.
El grupo de estudiantes salió a comprar algo para beber durante el entretiempo del partido de fútbol.
- Tengo hambre. ¿Y si además compramos una pizza? ¿Cómo andan las arcas del proletariado?
- Mi billetera ya tiene telarañas.
- Propongo una sesión de meditación Zen para espantar al demonio de la gula.
- El demonio no existe. Es una estrategia de marketing de la iglesia para no perder a sus abonados. Un vendedor de paraguas que anuncia a gritos la lluvia.
- No sabes lo que dices. El demonio sí existe. Yo mismo lo he visto; lo vi detrás de los ojos de una mujer adúltera, después del amor breve y violento, una madrugada de verano. Casi no la cuento. No es broma, me iba a devorar, iba a tomar mi alma.
- Veo que has estado fumando guano otra vez.

Cuando todavía estaban enfrascados en discutir si la Inquisición había asesinado a más personas que las dictaduras latinoamericanas, cien metros antes de llegar a la botillería, se encontraron con una anciana mendicante sentada en el suelo, agitando un vaso de plástico sin levantar la cabeza. Uno de ellos se detuvo y, casi sin mirarla, rápidamente extrajo dos monedas de su bolsillo y las depositó en el vaso. No pudo percatarse del imperceptible movimiento de cabeza de la mujer, que quizás significó un gracias.  
- Pagaste tu alivia-conciencias, siempre sale barato.
- ¿Tú prefieres negarle unas monedas? ¿Qué ganas, o qué dejas de perder?
- El punto es qué gana o pierde ella, no tú. Su vida no cambia absolutamente nada por recibir ese par de monedas. Sigue siendo tan miserable como antes porque el sistema así lo requiere. El cambio no va a ocurrir porque repartamos las sobras. Es más, se corre el riesgo, y a eso me refería cuando hablaba de alivia-conciencias, de perder la perspectiva de necesidad del cambio al encontrar un espejismo de gratitud y autosatisfacción que se alimenta a sí mismo. Okey, puede servir como terapia contra el insomnio para almas sensibles, o como pasatiempo para damas-bien aburridas de gastar el dinero de sus maridos. Pero no debe distraer, quiero decir que no debe dejar la idea de que algo ha ocurrido, porque no ha ocurrido nada.
- Con distintos argumentos, tu posición coincide con la de mi padre –que es flor de reaccionario, quejándose de la cantidad de gente que pide plata en los semáforos, diciendo que no le alcanzaría la plata si diera cada vez que le piden. Ambos, partiendo de orillas opuestas, terminan por apoyar lo mismo: la frustración cotidiana de esas manos vacías.
- Qué bonito suena, podrías escribir poemas para universitarios y repartirlos a la salida de los conciertos.
- Mira, yo no hablaría de frustración. Se frustra el vendedor ambulante que no vende su mercancía, el afilador de cuchillos que recorre las calles sin resultado, el vendedor de enciclopedias puerta por puerta. Ellos todavía ponen en juego una dosis de esperanza cada día, y casi siempre la pierden. En cambio los que viven –o mueren– de la limosna de otros yo creo que ya tiraron sus esperanzas desde arriba del puente.
- Perdón, yo creo que hay que ordenar esta discusión porque están mezclando peras con manzanas. No se puede meter en un mismo saco la perspectiva social o socioeconómica y el análisis particular de sentimientos –o la ausencia de ellos– generados en la interacción con los indigentes de este país. En resumen, si quieren hablar del alma está bien; pero no hablen del alma para refutar argumentos que hablan del orden social, del tú no comes carne para que otro pueda viajar a Miami.
- Ya córtala, ustedes se han pasado la vida identificando los elementos distractores a su bienamada revolución y han encontrado así un surtido repertorio de excusas para no hacer nada concreto. Ahora resulta que es mejor no dar limosna que darla porque puede distraer o amenguar el ardor combativo de tus cuadros. Por favor. Creo que tendrían que destinar esa notable capacidad para inventar enemigos a causas más útiles.

La discusión cesó porque ya habían llegado a la tienda. Entraron todos y por eso no pudieron ver lo que pasaba en la esquina opuesta. Probablemente tampoco lo habrían visto de haberse quedado afuera de la tienda.

El niño ha llegado con otras tres monedas, la última media hora fue productiva. Entonces la anciana cuenta, dos veces, el total acumulado y le entrega una moneda al niño. Este sale corriendo, contento se diría, y detiene su carrera en el quiosco de la esquina. Allí pide y recibe el sobre con figuritas del álbum de fútbol con las estrellas del mundial. Segundos después se le ve saltando de alegría. Ha tenido buena suerte. Y es que no tenía ni a Romario ni a Batistuta. Ahora le faltan pocas figuritas para llenar el álbum. Luego de ir a contárselo a la anciana, que no se ha movido, corre a compartir su buena noticia con los otros niños de la esquina de enfrente. La celebración tiene que ser corta porque el semáforo otra vez está en luz roja. Una camioneta pick-up negra, enorme, está primera en la fila. A pesar de tener las ventanas a medio abrir se escucha con mucha claridad la transmisión del partido por la radio (el segundo tiempo ya ha comenzado). El niño no ha terminado de estirar la mano -en realidad debe levantarla para poder ser visto por el chofer- cuando desde adentro le dicen “No, ahora no tengo”. De todas maneras se queda unos instantes más, para escuchar si ese ataque narrado con tanta grandilocuencia termina en gol. No, el tiro ha salido desviado. Se dirige entonces al carro de atrás. Tampoco recibe nada. Cambia la luz del semáforo y retoma el juego de pelota con sus compañeros. Hace un gol y lo celebra a gritos, pero el gol es discutido por los otros, que reclaman que fue palo. Es que pasó por encima de la piedra que utilizan como marca. En la vereda de enfrente, la anciana ya ha guardado en un bolsillo perdido entre sus polleras todas las monedas menos dos, que se quedan en el vaso. Ahora agita su vaso otra vez: parece que alguien se acerca.

El niño no lo sabe, no lo puede saber, pero doce años después, cuando la anciana ya sea sólo un triste y lejano recuerdo en su vida, diluido por recuerdos más cercanos y terribles, se volverá a encontrar con el chofer de la camioneta negra y con uno de los estudiantes. No se reconocerán, pues nunca se conocieron, pero eso no afectará el rumbo de los hechos.

Una noche, a la salida de un partido de eliminatorias que ha ganado la selección nacional a su clásico rival, el que fuera estudiante, hoy cajero de un banco, y el chofer de la camioneta -hoy ejecutivo de otro banco- se agolparán eufóricos junto a una pequeña multitud que aclama a los jugadores y pide un autógrafo al héroe de la noche, el pequeño delantero que anotó un gol de cabeza en tiempo de descuentos. El jugador, de origen humilde y con un casi seguro futuro en el fútbol europeo, que está tan contento como los hinchas, se detiene y firma con gusto y paciencia, mientras escucha una y otra vez las mismas palabras de elogio. Es una noche para ser feliz y olvidar todos los problemas.
Después del ritual de celebración, el grupo de hinchas se dispersa por los alrededores del estadio, y el cajero y el ejecutivo casualmente caminan uno detrás del otro, buscando un taxi que los lleve de regreso a sus casas. De rato en rato el silencio de la noche se rompe con el grito de algún fanático que no quiere terminar de celebrar. De pronto, desde un pasaje lateral aparece un taxi, que frena inmediatamente ante el gesto simultáneo de los dos trabajadores bancarios. El resto de hinchas no parece interesarse en el taxi, probablemente la plata no les alcanza. Una vez que el taxi se ha detenido por completo ambos hacen el ademán de ganar la posición, pero inmediatamente corrigen el gesto para ceder el turno. El insólito gesto hacia un extraño se explica desde la solidaridad del hincha exultante por el triunfo. No hay que ceder, finalmente, porque han descubierto que sus destinos son cercanos, así que deciden compartir el taxi. El taxista comenta con ellos el resultado del partido y, distraído, no nota que en el semáforo que está más adelante, ahora en luz roja, hay un par de sujetos de aspecto sospechoso. Cuando se detiene, uno de los sujetos abre violentamente la puerta del copiloto y amenaza con un arma al taxista, exigiéndole dinero con gritos e insultos. Los dos pasajeros, sentados atrás, reaccionan intentando reducir al asaltante, mientras el taxista paralizado de miedo, no atina a hacer nada. Entonces todo ocurre muy rápido. Antes de salir corriendo con un par de billetes de escaso valor, el asaltante habrá disparado cuatro veces. Horas después, morirán en la posta médica los dos pasajeros. Ya en su barrio, sintiéndose seguro, el asaltante, un hombre joven que de niño pedía monedas en los semáforos junto a una anciana que tal vez era su abuela, podrá comprar la dosis de pasta base de cocaína que esa noche necesitaba tanto. Hace tiempo que la alegría ya no es gratis.



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