jueves, 17 de septiembre de 2009

Ese de negro...

¿Qué convierte a una persona común, sin muchos brillos ni sombras, medianamente decente, con ilusiones y frustraciones como todo el mundo, en un árbitro de fútbol? Algo se torció en el camino, porque ningún niño dice “yo de grande quiero ser árbitro”. Mucho menos quieren las madres que sus hijos sean árbitros, porque es más fácil aceptar ser recordadas solamente el segundo domingo de mayo que ser mentadas a gritos cada fin de semana. Pero allí están, negros e indeseados como los cuervos en el maizal, dispuestos a ser insultados como nadie, corriendo el riesgo de ser linchados por la turba en un acto de justicia divina, todo a cambio de 90 minutos de poder. Antes de relatar la anécdota que motiva este post, y a propósito del tema, copio abajo un pedazo de un texto que escribí y leí cuando tenía un programa de radio en Uppsala, Suecia, para la comunidad de latinos, durante mi estancia doctoral. El programa se llamaba “Algo más que fútbol”.
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Aunque el fútbol cuenta con diversos ancestros, pudiendo trazarse sus orígenes en China, Grecia, la Amazonía o México, es en Inglaterra donde el fútbol moderno nace oficialmente en 1863. Tendría que pasar una década hasta que la figura del árbitro apareciera. Se quería así evitar las verdaderas masacres que ocurrían dentro del área para evitar el gol. Los espectáculos de huesos rotos y heridos sangrantes hacían rememorar las competencias de fútbol primitivo, que duraban días, se jugaban en campos sin límites, y muchas veces terminaban con más muertos que goles. El árbitro apareció entonces para ponerle freno al instinto. Desde entonces, la presencia del árbitro es la que determina el carácter oficial de un partido, por mas modesto que sea. No importa que la cancha sea de tierra, que los travesaños no sean horizontales, que los jugadores estén descalzos, o que el punto penal sea un hoyo; mientras haya un árbitro el partido es válido y ya hay motivo para celebrar o lamentar. Pero es precisamente su rol de sancionador de la verdad el que lo convierte en el depositario de todas las frustraciones. Durante un partido el árbitro es algo así como una deidad, él determina el tiempo y el espacio reales. No importa que todos los cronómetros marquen cuarenta y nueve minutos, es el tiempo del árbitro el que vale, el que determina que el partido terminó. No importa que treinta mil pares de ojos hayan visto una pelota salir de la cancha, es el árbitro el que decide si salió o no, o si cruzó la línea de gol. El árbitro es el encargado de convertir las apariencias en verdades. Y esa responsabilidad es a veces demasiado grande. Si se considera que el hincha basa su felicidad del domingo, o de toda la semana, en el resultado del partido, cada vez que el arbitro pita injustamente le esta robando a miles de hinchas un pedazo de realidad que podía ser un pedazo de felicidad. Es ese robo de la realidad desplegada ante los ojos (“yo vi que la pelota no entró”, “pero esa mano fue casual”, “no estaba en posición adelantada”) el que no se perdona, el que detona la barbarie en las tribunas y en las calles.
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Sigo. Todos hemos odiado alguna vez al sujeto en la pantalla del televisor, o allá abajo en el rectángulo verde, o aquí en frente en el potrero polvoriento. Como futbolista que fui durante años, viví en (sudorosa) carne propia muchas veces la impotencia de –frente a una decisión injusta sumada a una actitud abusiva y despótica– no poder hacer lo que cada célula de mi cuerpo me pedía: evaluar experimentalmente la posibilidad de que un ser humano viva sin su cabeza. Lo que me detenía no eran escrúpulos morales o el amor al prójimo (el árbitro, por definición, no es el prójimo). El freno al tacle purificador lo ponía el temor a una sanción que me dejara sin jugar por uno o varios años. Y yo quería seguir jugando. Largo tiempo el peruano la humillada cerviz no levantó. Hasta que un día de 1993 llegó la posibilidad de la venganza soñada. Por entonces, ya bastante devaluado como futbolista (considerando que otrora llevara sobre el henchido pecho la blanquirroja de la categoría pre-juvenil), jugaba en un liga en Jesús María, en el estadio municipal que estaba en el Campo de Marte. Resultó que la necesidad de continuar mi carrera científica me llevaba a emigrar a Chile para hacer una maestría, con lo que el partido de ese domingo sería el último para mí, lo que me dejaba más allá del castigo reglamentario. La conclusión era diáfana: si el árbitro de ese partido caía en las categorías de arrogante, inicuo, venal, mendaz, faltoso, o todas las anteriores, ya no habría razón para reprimir el patadón justiciero en el parietal. La mesa estaba servida.
Una rápida inspección al sujeto de marras al comienzo del partido lo catalogó como serio candidato al martirio. Era de baja estatura, hablaba mucho y con gestos ampulosos, y había un tufillo a burla en sus réplicas a los típicos reclamos que acompañan un partido. Era, por decirlo de alguna manera, un criollazo. El problema es que el partido no estaba particularmente caliente. Era un soso empate entre un equipo malo y otro más malo. La adrenalina viajaba en canoa a ritmo de bolero, y ya estábamos en el segundo tiempo. Entonces se me ocurrió forzar la situación. El árbitro no me cobró un foul que según yo era evidente y –comenzando a tomar las justicia por mis manos- agarré la pelota, deteniendo el juego, y le reclamé mientras me acercaba, desafiante. En ese momento en mi cabeza tomaba forma el siguiente esquema secuencial. Me saca tarjeta amarilla –> le tiro la pelota en la cara –> me saca tarjeta roja –> patada voladora a la cabeza. También consideraba la alternativa de que en lugar de sacarme la amarilla me dijera algo agresivo o burlesco, con lo que la respuesta sería igual tirarle la pelota en la cara y el resto de la secuencia quedaría invariante. Me acerqué hasta su cara de funcionario público y lo miré desde arriba (no soy alto, 1.74 m, pero el hombre apenas pasaba el metro sesenta), listo para la escena.
Y entonces sucedió, como diría Kevin Arnold. En lugar del enemigo arrogante, la encarnación del poder maligno, vi a un pobre hombre, padre de familia, que estaría perdiendo su fin de semana arbitrando partidos horribles a cambio de un pago que apenas compensaría los pasajes y una cerveza para pasar el calor. Me fijé en su uniforme, lustroso y viejo, y reparé en su estrabismo (seguro blanco de infinitas bromas en el barrio y el trabajo). No fui capaz. Y además, debo alegar en mi defensa, que él no colaboró en lo absoluto. Porque en lugar de ponerme la amarilla que mi conducta merecía, apenas me dijo algo así como “ya pues, gringo, no la hagas larga” con un tono de impaciencia, hasta de tedio, que estaba muy lejos de la afrenta. Me quitó la pelota casi con cortesía y reanudó el partido, ignorándome, postergando para siempre mi simbólica venganza contra todos los árbitros abusivos del mundo.


1 comentario:

  1. Esa mezcla de pasión por la ciencia, la literatura y el futbol sólo se encuentra en latinoaméricanos. Sómos únicos!

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