domingo, 2 de octubre de 2011

Contra el nacionalismo

Era verano, yo tenía ocho años, y estábamos a punto de comenzar a jugar una pichanga en el parque, contra unos niños que no conocía. Mis compañeros de equipo decían en voz alta que yo jugaba muy bien, que era la estrella del equipo y cosas así. La verdad es que, modestia y nostalgias  aparte, jugaba bien al fútbol. El caso es que uno de los niños rivales se paró enfrente de mí, muy serio, y me dijo con toda la convicción posible “mi primo juega mejor que tú”. Perplejo, le pregunté inmediatamente cómo podía decir eso si él no me había visto jugar. Yo estaba dispuesto a aceptar que otro niño jugara mejor, por supuesto, pero no estaba dispuesto a tolerar una violación tan flagrante de la lógica más elemental: sin una comparación previa, no es posible inferir una relación de superioridad. El niño no pareció perturbarse en lo más mínimo por mi inquisición epistemológica, y retrucó, “sí, no te he visto jugar, pero estoy seguro de que mi primo juega mejor que tú”. Sentí una rabia que tenía mucho de indignación pero también de compasión. Cómo era posible que alguien fuera tan tonto, me decía. No recuerdo si ganamos o perdimos, o si jugué bien o mal. Pero no me olvidé de esa tozudez tan orgullosa como lamentable. Años después, me he dado cuenta de que en ese no-raciocinio pasional del niño aquél está la alegoría más simple y contundente de lo que es una de las plagas de la humanidad: el nacionalismo.

Ese ejercicio de renuncia voluntaria a la razón que subyace a cada afirmación de superioridad del país propio en relación al vecino, casi siempre basada en la profunda ignorancia que se tiene del país vecino, podría ser simplemente un motivo de burla, una razón más para reírse de un tipo particular de estupidez, como la de ese niño, si no fuera porque el nacionalismo es –junto con la religión– la causa principal de las guerras, y una causa fundamental de la violencia en general. El nacionalismo nubla la razón, intoxica el alma, y degrada las relaciones entre las personas al hacerle creer al idiota que su bandera (un trapo de colores, a menudo bonito, eso es todo) es más importante que la bandera del otro; ese otro que habla un idioma diferente, tiene otro color de piel y no comparte la misma historia.

En otro gesto que ilustra su distintivo nivel de país civilizado, Suecia prohibió durante años que sus ciudadanos llevaran la bandera nacional impresa o bordada en la ropa. Eran los tiempos en los que la plaga de nacionalistas xenófobos se extendía por Europa y los estados debían multiplicar sus fuerzas de seguridad para detener a esas hordas belicosas. Al contrario, en nuestros países la ropa y el discurso nacionalistas se venden bien y barato. Sobran los idiotas para comprarlos con entusiasmo. Algo parecido ocurre con los himnos nacionales, que son cantados con orgulloso grito en las competencias deportivas (aunque no se puede decir lo mismo en el caso de las asambleas escolares). Se ha difundido un mito por varios países de Latinoamérica, defendido a rajatabla por sus habitantes, según el cual el himno propio quedó segundo –después de La Marsellesa– en un concurso mundial de himnos, que por supuesto jamás tuvo lugar. Que yo sepa, en Chile, Perú y Colombia se cuenta la misma historia. Pero imagino que hay más casos. Hace poco descubrí que los ecuatorianos se sitúan no en el segundo lugar sino en un top ten, lo que disminuye la soberbia pero no el ridículo. Los himnos nacionales son, en general, desabridos en la música (a veces sospechosamente parecidos, como los de Chile y Bolivia), y necesariamente anacrónicos en la letra. En ese sentido, el que más me gusta es el himno español, porque no tiene letra. En este aspecto destaca claramente el himno mexicano, cuya letra es más que sangrienta. No sé qué tipo de pensamientos le pueden pasar por la cabeza a un niño mexicano cuando canta:

Guerra, guerra sin tregua al que intente
de la patria manchar los blasones!
¡guerra, guerra! los patrios pendones
en las olas de sangre empapad. “.
Antes, Patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie.
Claro, nos parece gracioso, ridículo, demencial, gore, pero la tragedia y la comedia se rozan en este tema. Ilustres líderes nacionalistas, como Hitler, Mussolini, Gadafi, Saddam Hussein, Bush, han sido al mismo tiempo payasos patéticos y genocidas crueles. El nacionalista noruego Anders Breivik, a quien la principal prensa internacional no ha llamado terrorista porque no es musulmán, hace un par de meses asesinó a casi 100 compatriotas porque lo consideraba “necesario” para impedir la islamización de Europa. El nacionalismo y la razón son rectas paralelas, sin intersección posible. Hace poco capturaron al serbio Ratko Mladić, prófugo desde 1995 por la matanza de Srebrenica, donde sus fuerzas masacraron en un par de días a 8000 bosnios, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Tras su captura, en su pueblo natal se oía a una autoridad vecinal declarar: "La detención es una tragedia (...) Ahora detienen a los más valientes, a los mejores”.

La tragicomedia asociada al absurdo nacionalismo no necesariamente tiene que escenificarse en el gran teatro de la política internacional. El año 2005,  Teodoro Callañaupa Silva, profesor de educación secundaria en un humilde colegio peruano, se aprestaba a participar en un desfile cívico cuando notó que el asta donde debía colocarse la bandera no era lo suficientemente alta. Con la ayuda de dos obreros municipales, y frente a sesenta alumnos del Colegio de Varones de Vitarte reunidos para el acto cívico-patriótico, uno de sus hijos entre ellos, se dispuso a levantar un asta metálica donde pudiera ondear como corrresponde la bandera peruana, sagrado símbolo patrio. El profesor de Historia, con veinte años de trabajo en ese colegio, al manipular el pesado parante no pudo evitar que éste se ladeara y entrara en contacto con unos cables de alta tensión que había en la calle. Teodoro Callañaupa murió electrocutado delante de sus alumnos y familiares.

Para identificar los vicios nacionalistas es de mucha utilidad vivir en diferentes países. Así, para aprender a reconocer -y rechazar- el nacionalismo en mi país de origen, el Perú, me sirvió de mucho vivir en Chile. Los chilenos son muy nacionalistas; quizás demasiado. Los he visto, por ejemplo, desplegando su bandera sobre las construcciones en Machu Picchu, cantando su himno varias veces durante un mismo partido de fútbol, vistiendo camisetas-bandera por legión, y transformarse de personas ecuánimes en energúmenos al tratarse el tema del -justo- reclamo de salida al mar para Bolivia. Es más, fue muy popular un comercial de cerveza en el que, tras mencionar supuestos logros de chilenos (algunos reales, otros mitológicos), se concluía “qué sería del mundo sin los chilenos”. Creo que parte de esa errónea convicción de ser muy especiales se explica por el aislamiento -forzado o voluntario- experimentado durante años de dictadura. Como el niño en el parque al comienzo de este texto, la ignorancia del mundo que está alrededor, la estrechez de las fronteras culturales, explican algunas certezas lamentables.   

Entonces, como para tantos otros problemas de la sociedad, la solución para el problema del nacionalismo sería la educación, el conocimiento, la cultura. Soñemos un poco: rocía con cultura a una muchedumbre que vocifera consignas patrioteras y convertirás a la horda palurda en una masa informada que no confundirá al enemigo. Si uno lo piensa con calma, la intersección entre el conjunto de personas destacadas en campos del saber y personas con un discurso nacionalista, es prácticamente un conjunto vacío.  El viejo y querido Schopenhauer, que nunca se aburrió de tener la razón, ya decía hace casi dos siglos que “Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación”.

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