domingo, 29 de mayo de 2011

Elecciones en el Perú: la mala memoria (o la mala entraña)

En cualquier periódico se puede leer que dentro de una semana los peruanos tendrán que decidir, entre dos candidatos presidenciales, quién los gobernará durante los próximos 5 años. Y allí comienzan los problemas con la verosimilitud del texto, porque uno de los dos candidatos –hoy en empate técnico en intención de voto– es la hija de Alberto Fujimori y si, como indican numerosos indicios, el criminal Fujimori está hoy dirigiendo la campaña y mañana dirigirá el hipotético gobierno de su hija, ya nadie puede saber cuánto tiempo detentará el poder. Fujimori está hoy cumpliendo condena por su responsabilidad en casos de violaciones a los derechos humanos durante su gobierno, aunque también debiera purgar prisión por el latrocinio monumental que cometió durante su mandato, robando más allá de lo imaginable. Pero no se trata solamente de eso. Si sólo fuera un tema de corrupción en el estado y guerra sucia orquestada desde el gobierno, Fujimori debiera compartir banquillo y celda con más de un ex-presidente, incluyendo al actual. Lo que distingue a este siniestro personaje nacido en Japón es –en complicidad con su estrecho asesor, Montesinos– haber sido capaz de destruir la institucionalidad de un país, reducir a añicos cualquier vestigio de legalidad en los procedimientos, organizar meticulosamente las redes de corrupción al punto de extender la metástasis por todo el aparato legal, social, político, militar, periodístico, y todos los etcéteras que el lector tenga a bien imaginar. Su mayor logro fue aniquilar cualquier futuro de moral o decencia para un país que ya estaba enfermo, instalando entre muchos de sus habitantes la noción de que una mafia gobernante era no sólo permisible sino necesaria. Pues bien, todo esto parece haber sido olvidado por la mitad del electorado peruano que apoya el retorno de esa mafia a la presidencia. Es un caso llamativo de mala memoria, o peor, un lamentable caso de mala entraña. Si es mala memoria, este texto (y muchos otros que circulan por la red) podría servir de algo. Si es mala entraña, que el último en salir apague la luz y cierre la puerta.

Era el año 2000. El todavía reciente fraude electoral, con el que había alcanzado su tercer periodo presidencial después de haber modificado dos veces la constitución para reelegirse, había dejado en claro que el japonés y su asesor no pensaban dejar el poder por las buenas. Todas las instituciones de la fachada democrática estaban capturadas. El poder judicial era una mera oficina de trámites, una mesa de partes de los edictos del asesor. Conformado por jueces provisionales que confirmaba o removía a su antojo, dependiendo de su eficiencia para obedecerlo, había perpetrado legicidios para el espanto. Desde quitarle la nacionalidad peruana a los opositores hasta amnistiar a los miembros del grupo Colina, un sádico y sanguinario escuadrón de la muerte. Desde sentenciar por difamación a los que tenían la mala idea de denunciar los crímenes de la mafia hasta perseguir a los testigos de los suculentos negocios entre el asesor, los generales del ejército, y los narcotraficantes del valle del Huallaga. El congreso estaba dominado por una pintoresca mayoría de semianalfabetos serviles incapaces de elaborar una frase propia o sentir vergüenza; de acuerdo a instrucciones que les llegaban por beeper, ellos votaban proyectos que no entendían o mociones que no habían escuchado. Los congresistas que habían sido elegidos en los partidos de oposición eran rápidamente convertidos a la causa oficialista después de recibir un sobre con muchos billetes verdes. Similar sacramento de conversión también había hecho efecto en los directivos de los canales de televisión, los que de pronto habían visto la luz, y en ella no había lugar para los oscuros opositores. Su excelencia el arzobispo, el mismo que en medio del baño de sangre de Ayacucho había dicho que los derechos humanos eran una cojudez, se declaraba admirador del japonés. Su poder era absoluto.

El fraude electoral, sin embargo, no había sido aceptado por la población. Cientos de bombas lacrimógenas, y muchas balas, intentaron contener la rabia de las protestas del 28 de julio de 2000, en el último día de la Marcha de los Cuatro Suyos. Esta gigantesca movilización logró reunir a cientos de miles de manifestantes que llegaron de los cuatro rincones del país (o Suyos, en la terminología inca) a pesar del bloqueo de carreteras que ordenara el gobierno. La gente llegó en camión, apretada como ganado, en bicicleta, a caballo o a pie. La estrategia del Servicio de Inteligencia (SIN) aquel día fue incendiar un banco ubicado en el recorrido de la marcha para después culpar de terroristas a los opositores en las calles, tal como lo había estado anunciando la televisión y la prensa oficialista (o sea, casi toda la prensa). Lo que los agentes del SIN no sabían, o sabían y no les importó, fue que dentro de ese banco había diez vigilantes particulares resguardándolo. El saldo final de ese día de furia y complot fue de seis muertos, seis desaparecidos, 98 heridos de bala y cientos de asfixiados por el gas de las bombas lacrimógenas. Como las bombas las lanzaban dirigidas al cuerpo, dos manifestantes perdieron un ojo. Ese día el objetivo de las protestas era evitar la juramentación como presidente del japonés, en la que –fiel a su estilo- se tomaría juramento a sí mismo, tres meses después de que el asesor organizara unas elecciones presidenciales de una legitimidad sólo comparable a los ejercicios de unanimidad de Stroessner, Ceaucescu, Kim Il Sung II, Mobutu o Mugabe. Todos menos el secretario general de la OEA vieron el fraude. Al inútil diplomático colombiano del sonsonete atiplado seguramente le preocupaba más el color de las sábanas de raso en su hotel que las matemáticas macondianas del asesor, en las que doscientos cuarenta electores podían dejar en las ánforas cinco mil votos. Siete meses después de la farsa electoral, y dos meses después de que apareciera en las pantallas de televisión el video del asesor sobornando con 30,000 dólares a uno de los congresistas opositores para que se pasara a las filas oficialistas, todo había comenzado a terminar. La lectura del cable de Reuters en todas las radios y televisoras sacó del sueño a los peruanos. No era mentira: el presidente había huido, mandando su renuncia por fax desde Japón; no regresaría al país. De este modo, un supuesto viaje de estado a una reunión comercial del bloque Asia Pacífico había terminado siendo un vulgar escape.

Varios periódicos señalaron en sus editoriales, en ese noviembre de 2000, que con la poco elegante fuga del jefe de estado, quien según las últimas informaciones llevaba en su voluminoso equipaje hasta lingotes de oro del Banco Central de Reserva, se cerraba un capítulo de la historia del Perú. Los que hicieron oposición, como algunos periodistas de La República, resistiendo robos e incendios casuales jamás investigados, la persecución de los organismos tributarios y el boicot de las empresas anunciadoras, recibieron con cautelosa alegría lo que parecía ser el fin de la dictadura. La celebración no pudo ser completa por la reciente muerte de su director. Después de numerosas campañas de difamación a través de los pasquines digitados por el asesor, finalmente el SIN lo había asesinado alterando el contenido de un medicamento para la hipertensión. En el otro bando, en los pasillos de Expreso, las noticias llegadas del oriente los habían dejado sin norte. Mientras unos se aliviaban por haber enviado a las islas Caimán los dineros fiscales recibidos a cambio de ser voceros incondicionales del gobierno, otros más ingenuos esperaban el retorno del japonés, se resistían a abandonar la comodidad de ser la prensa geisha. Otros, más experimentados en el juego de la política, esperaban la definición del nuevo poder para saber a quién le alquilarían su dedicada sumisión. Hacía apenas un par de semanas, en un editorial digno de la mejor prensa estalinista, el periódico Expreso había calificado al gobierno del japonés como el mejor del siglo. A todos les costaba aceptar que todo había terminado. Lo incomprensible es ver que hoy, casi 11 años después, como Jason que sale del lago para un nuevo capítulo de Martes 13, el recluso Fujimori pueda retornar al poder.

Sigamos recordando. El poder omnímodo del japonés y su asesor estaba basado en un sistema casi perfecto. Todos los recursos del estado –engrosados por la venta de las empresas públicas– estaban destinados a mantener una red de propaganda, favores, sobornos y amenazas. Con mucho esfuerzo y sacrificio se había conseguido hacer realidad una frase hecha: la institucionalización de la corrupción. La comprensible necesidad de algún ingreso extra por parte de la cúpula gobernante se satisfacía con estratégicos negocios de contrabando, tráfico de armas y narcotráfico. Todo comenzó tímidamente, con la internación sistemática de contenedores, sellados y rotulados como material de Defensa Nacional, en los que se podía encontrar desde automóviles BMW hasta lavadoras Whirlpool. A los pocos años ya habían adquirido experiencia en el arte del negocio y dejaron esas pequeñeces para funcionarios de segundo rango. Así, numerosos militares que por obra y gracia del asesor habían saltado del injusto estancamiento de tenientes o mayores, en el que el escalafón de méritos los tenía sumidos, a los apetecidos galones de coroneles y generales, vieron llegar a sus cuentas corrientes más dinero del que podían gastar. Más adelante, ante el aplauso de los tontos útiles que todavía se emocionan con palabras como bandera o patria, el japonés anunció la renovación de la flota aérea después de la derrota militar ante Ecuador en 1995. Para ese fin, se compró a Bielorrusia una partida de 36 aviones de combate Mig-29 y Sukhoi-25 de segunda mano, los que terminaron estrellándose en las exhibiciones aéreas, con pérdidas humanas, o simplemente jamás volaron: los manuales de vuelo estaban en bielorruso y los repuestos no formaban parte del contrato. Por la adquisición de tan valiosa chatarra el Perú desembolsó 445 millones de dólares, pero el asesor cobró a la empresa bielorrusa una comisión de dos millones por adjudicarles la compra. Algo similar ocurrió con 10,000 fusiles Kalashnikov-47 oficialmente comprados a Jordania por el ejército peruano pero que, al recibir una mejor oferta por parte de las FARC, terminaron descendiendo en paracaídas en territorio colombiano. Los vínculos con el país hermano habían comenzado temprano. Según declaró Roberto Escobar Gaviria (a) Osito, hermano del difunto Pablo, éste donó cerca de un millón de dólares a la campaña del japonés en 1990. Por su parte, los narcotraficantes locales que operaban alegremente en el valle del Huallaga, debían cancelar puntualmente al asesor, o a sus generales subordinados, cinco mil dólares por avioneta aterrizada más 50,000 dólares mensuales por derecho de uso de pistas custodiadas por el ejército peruano. Cuando en 1996 el capo Demetrio Chávez (a) Vaticano decidió negarse a pagar fue rápidamente capturado, sumariamente procesado, y condenado a cadena perpetua por la justicia militar. Sin embargo, durante un breve encuentro con periodistas el narco informó acerca del pago mensual al asesor. Una semana después, el abogado de Vaticano denunciaba que su cliente había sido sometido a electroshock y que apenas recordaba su nombre.

En la prensa internacional de la época se leía que cálculos conservadores cifraban en alrededor de mil millones de dólares –cada uno– la fortuna amasada por el asesor y el presidente en diez años de imaginativa y afanosa dedicación al desfalco. Cuentas secretas o empresas fantasmas dedicadas al lavado de dinero en Suiza, España, Argentina, México, Panamá, República Dominicana, Singapur, Estados Unidos y las islas Caimán dan cuenta de la vocación internacionalista del dueto. Con tales evidencias, las mismas que serían calificadas como indicios preliminares por aquel aterciopelado secretario general de la OEA, el decenio de gobierno del japonés le daba la razón a los nihilistas criollos. Los mismos que después de la cuarta cerveza afirman a gritos que no hay poder limpio, que en nuestros países el abuso y el robo están en nuestra impronta genética: elige por sorteo al más anónimo e insignificante de los ciudadanos, al humilde Juan Pérez que no aparece en la guía telefónica y a quien no saludan los vecinos, otórgale poder, y en poco tiempo más tendrás a un tiranuelo corrupto y malvado. El japonés había ganado las elecciones en 1990 porque la gente no quería votar por lo conocido. Ni el fundamentalismo neoliberal de Vargas Llosa y la derecha oligárquica, ni la continuación del aprismo, que había dejado agonizando al país después de batir los récords de ineptitud y venalidad de la época. Entonces la instruida población con obligatorio derecho a voto optó por el candidato desconocido, el que se parecía al chino de la bodega de la esquina o al burócrata inútil de la oficina de correos, el que no decía nada. Ese era el nuevo presidente de la república. Un desconfiado profesor universitario de intelecto promedio, un oscuro ingeniero agrónomo que apenas manejaba un castellano elemental. Quién hubiera imaginado que esos crímenes contra la sintaxis eran sólo el comienzo de una historia criminal que llegaría a incluir asesinato de niños y descuartizamientos. Peor aún, quién hubiera podido imaginar que, pasada la pesadilla y presos ya el presidente y su asesor, el Perú podría encaminarse a repetirla.

3 comentarios:

  1. Me gustaría conocer tu opinión sobre el futuro del Perú ahora que Ollanta Humala ganó las elecciones presidenciales.

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  2. Uff, si pudiera ver el futuro jugaría a la lotería. Mi voto fue más anti-Fujimori que pro-Humala. Como dijo Steve Levitsky (frase que ya se hizo célebre) "Sobre Ollanta Humala hay dudas; sobre Keiko Fujimori hay pruebas". Entonces la esperanza es que Humala se tome las cosas con calma y seriedad, se rodee de gente competente (y no solo bienintencionada) e imite al demócrata Lula y no al tiranuelo Chávez. Que se preocupe de reducir la brecha de la desigualdad sin hacer volar el sistema ni perpetuarse en el poder (una de las razones principales para no votar por Fujimori). Ojalá.

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  3. Lamentablente, parece que las cosas en Perú no van bien con Humala.....

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