miércoles, 4 de mayo de 2011

El Inventario

- Más ridícula que esa vieja, que anda con el hermano del jardinero, imposible. ¡Oye, pero si no tiene vergüenza! Mira, si yo tuviera su edad...

César podía adivinar lo que seguía. Era un libreto que se seguía fielmente. Todos los días después de almorzar y antes de que dieran las dos, en esos quince minutos fugaces en los que uno se desenchufa de la vida y quisiera estar en cualquier parte menos donde está, la señora Martha, la secretaria más antigua de la oficina, la que había llegado cuando Don Bernardo todavía no tenía canas ni rengueaba, comenzaba la sesión de chismes. Desde su escritorio, igual de gris pero con un toque de distinción inaparente, parecía el primer violín de una orquesta, agitando la mandíbula mayor hasta que las otras tres secretarias, con menos años en la fábrica y menos cosas que decir, entraran en concierto. Y la seguían, respetando su jerarquía, sumándose con brío tras el primer compás. Todos menos él y Willy, su vecino de escritorio gris no-distinguido. Willy era el que le había dado la bienvenida dos semanas atrás, cuando César llegó por fin a la fábrica de lámparas REDELSA, recomendado por su amiga Tita, la novia del sobrino de Don Bernardo. Willy tenía una sola idea en la cabeza: viajar a Los Angeles. Cada vez que se oía el rumor de un avión elevándose (el aeropuerto estaba muy cerca) se le escuchaba repetir: “pronto estaré yo ahí, rumbo a Los Angeles”. Parecía un aviso publicitario, hasta le brillaban los ojos. Suponía, más bien estaba convencido, que su vida cambiaría en el instante en que pisara esa tierra bendita, el país de las oportunidades: los Estados Unidos de Norteamérica. Willy se cuidaba de anteponer siempre el artículo determinado plural. Decía tener un amigo del colegio que lo estaría esperando allá para hacer negocios juntos; para iniciar una vida nueva, en fin. Nunca decía qué clase de negocios, quizás ni él mismo lo sabía, ni le importaba. César llegaba a envidiar la claridad y seguridad de objetivos en la vida que tenía Willy. A él le costaba mucho decidir. No habría llegado a REDELSA si no fuera porque Tita escuchó a su madre preguntándole por enésima vez si estaba buscando trabajo.

César tampoco tenía muy claro cuál era su rol en REDELSA. Tita le había dicho que Fernando (su novio) le había dicho que su tío le había dicho que él sería el administrador de compras o algo así. Sin embargo, a poco andar ya había escuchado en tres empleados la seca respuesta: “yo me encargo de las compras” cuando él preguntaba por sus ocupaciones, tratando de buscar tema de conversación. En dos semanas no había tenido aún la oportunidad de hablar con Don Bernardo, que estaba de viaje en el norte, así que no podía confirmar la verdadera función que tendría y por la que, con un poco de suerte, quizás hasta le pagarían. En suma, hasta ese momento su única labor había sido tomar soberana posesión del polvoriento escritorio que perteneciera a un tal Julio, el ex-administrador de compras o algo así. Tardó tres días en decidirse a botar a la basura los posters de rollizas vedettes locales y calendarios con fotos de Bruce Lee que el tal Julio había dejado en abandono o herencia en el único cajón con llave del escritorio gris. Pronto descubriría que todos reforzaban la seguridad de su cajón-con-llave con un candadito chino. Circulaba el rumor de que Don Bernardo tenía una llave maestra, y nadie quería arriesgar su privacidad. Quizás por eso el tal Julio había renunciado: su cajón con llave no tenía candadito chino.

- ¿Tú sabías que la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo es Los Angeles? –empezó Willy.

- No –dijo César, que para no parecer descortés intentó evadir el monosílabo– pero me parece que tiene problemas de contaminación ambiental. En un reportaje de la...

- Sí, yo también lo vi. Hay una tremenda nube de smog. Como en ciudad de México. ¡Ja! ¡Parece que los mexicanos son los que producen el smog!

- Los mexicanos son unos cochinos –se le oyó decir a la señora Martha, que, según acostumbraba comentar, se había “culturizado mucho” con unas enciclopedias por fascículos que compraba todas las semanas– esos se la pasan todo el día tirados en la calle durmiendo bajo su sombrero de mariachis y tomando tequila.

Después de escuchar semejante cátedra de antropología cultural urbana, no cabía más que el silencio respetuoso. Pero Willy había quedado insatisfecho.

- ¿Tú crees que los gringos van a creer que yo soy mexicano si me ven caminando por las calles de Los Angeles? ¿Tengo pinta de mexicano?

- En realidad, no mucho –sonó poco convencido César, que comenzaba a descubrir en Willy un notable parecido con Jorge Campos, el arquero de la selección mexicana de fútbol.

- Hmm. No había pensado en eso –sonó preocupado Willy.

Pasó casi una semana hasta que Don Bernardo Rohter, el fundador de la fábrica, el hoy añoso austríaco que huyera del nazismo con su familia hace medio siglo y que construyera de la nada este otrora próspero negocio a punta de titánico esfuerzo y sacrificio, según sus propias palabras, volvió a la fábrica. Pero César tuvo que resignarse a esperar dos días más porque la inefable señora Martha monopolizó el tiempo de Don Bernardo con la excusa de que debía actualizarlo de la situación contable y tributaria. Esta explicación sorprendió a todos, incluido el solemne doctor Efraín Cuentas, quien, haciendo honor a su apellido, era el contador de REDELSA y tampoco tuvo oportunidad de hablar con el jefe. Los obreros, sobre todo los hermanos De la Cruz, un par de negros gigantescos y bonachones que se dedicaban a pulir fierro mientras cantaban salsa a todo pulmón, comentaban con sorna que a Don Bernardo cada vez le costaba más ponerse al día con la señora Martha. Cuando finalmente pudo obtener audiencia con el dueño, César quedó más confundido que al principio. Don Bernardo le explicó brevemente, sin levantar una sola vez la vista de unos documentos que revisaba, que la administración de las compras había sido un caos en los últimos meses y que era necesario un ordenamiento radical. Hasta allí todo bien. Pero el problema para César comenzó cuando le encargó que, para empezar desde cero, hiciera un inventario exhaustivo y pormenorizado de toda la existencia de la fábrica, y con esto Don Bernardo se refería a la totalidad de las máquinas, herramientas e insumos de trabajo, además de los comestibles de la cocina y los enseres personales de los trabajadores, incluyendo la ropa. Se despidió tan pronto que no le dio tiempo para pedirle una aclaración de tan extraña orden, ni menos pudo preguntarle cuál sería su sueldo.

A pesar de estar realmente desorientado, no se le ocurrió pedirle ayuda a la señora Martha porque en el poco tiempo que llevaba en la fábrica ya había aprendido que a toda pregunta ella contestaba con “la respuesta es obvia”. Así es que no tuvo más remedio que confiarle sus dudas a Willy, que en ese momento leía un volante de una academia de inglés.

- Oye Willy...

- Mira compadre, aquí ofrecen nivel de Full Conversation en cuatro semanas y por sólo doscientos dólares. No está mal, ¿no? ¿Tú crees que en cuatro semanas yo pueda hablar en inglés sin que se me note mucho el acento?

- Puede ser. Pero no confíes mucho en esas academias al paso. Muchas son una estafa, engaña-bobos.

- Pero acá dice que si después de cuatro semanas tu promedio no es aprobatorio te devuelven tu dinero. O sea ¡no hay pierde!

- Bueno, como tú quieras. Oye Willy, quería hacerte una consulta. Hay algo que me tiene preocupado. Resulta que Don Bernardo me ha encargado que haga...

- Ya sé, no me digas. Un inventario completo de toda la fábrica.

- Sí. ¿Y tú cómo sabes? No me digas que la señora Martha ya lo difundió.

- No, hombre. Lo que pasa es que ese bendito encargo es el que ha causado la renuncia de los últimos dos administradores de compras. Todos se rindieron antes de una semana. Lo que pide el viejo es imposible. Parece que con la edad ya no razona bien, está medio chiflado.

Mitad por orgullo y mitad por curiosidad de saber qué diría Don Bernardo si efectivamente cumplía con el pedido, César decidió que no se rendiría. Al día siguiente, con un flamante block de papel cuadriculado en la mano, comenzó su tarea por el lugar quizás más laborioso pero al mismo tiempo el único lugar donde sí tenía sentido el encargo: el almacén. Dos días completos tardó en inventariar ese pequeño pero atiborrado almacén. Aparte de un pertinaz dolor de nuca, no arrojó nada sorprendente: kilómetros de cable eléctrico, galones de pintura, barniz y solventes, varillas de hierro y láminas de aluminio, planchas de cuero y de papel pergamino, tornillos y tuercas de todos los tamaños, discos de pulir, esmeriles, brocas, reactivos químicos, etc. No consignó en detalle en su lista ni las revistas pornográficas ni las botellas vacías de cerveza. Optó por agruparlas bajo el anodino rubro “artículos de uso frecuente” junto con el papel higiénico y el jabón.

Durante el fin de semana César reflexionó sobre cuál debía ser el siguiente lugar a revisar. Sin duda la ropa de los obreros debía dejarse para el final, no quería roces con ellos. Suficiente había sido el incidente con el chato Condori, el conserje. Condori era de pequeña estatura y corpulento, con rasgos andinos: piel cobriza, mejillas coloradas, nariz aguileña, pelo hirsuto. Sin embargo sus ojos eran más rasgados que el promedio de su raza. Había escuchado desde su llegada que a Condori los obreros lo apodaban Al Pacino, y la razón le intrigaba mucho. César supuso que Condori tendría aptitudes histriónicas quizás reveladas en alguna celebración del día del trabajador. Un día no pudo aguantar la curiosidad y le preguntó delante de una docena de obreros que hacía cola en la cocina si es que le decían Al Pacino por sus dotes de actor. La carcajada general le impidió oír el insulto de Condori como respuesta. Al final de ese día los hermanos De la Cruz le explicaron que a Condori le había indignado que se expusiera su apelativo delante de la cocinera, en quien tenía cifradas esperanzas de un futuro en común. Y es que, para el inclemente humor de los obreros, Condori era Al Pacino por ser mezcla de alpaca con chino.

Dedicó el lunes a la cocina y los dos baños, sin encontrar mayor obstáculo a su tarea y sin notar nada extraño, salvo el hallazgo de El Libro Rojo de Mao Tse Tung entre ejemplares añejos de Selecciones del Reader’s Digest como material de lectura en un baño. Los talleres de pintura y cromado y el patio de obras le tomaron todo el martes y miércoles, quedando extenuado y casi intoxicado por los solventes que saturaban la atmósfera de los talleres. Ahora entendía por qué Don Agapito, el maestro del taller de cromado, a menudo hablaba con las paredes. El jueves, contando por necesidad con la ayuda del entusiasta Willy (quien le contó que la ruta por tierra hasta Tijuana era más barata que el avión pero un tanto insegura, sobre todo en la parte colombiana) pudo terminar con el área de oficinas, excepción hecha de la de Don Bernardo y de los cajones celosamente resguardados por candaditos chinos. Finalmente llegó el viernes y César estaba por cumplir el desafío. Sólo los vestidores, donde los obreros cambiaban su ropa por los uniformes de trabajo, se interponían entre él y el triunfo. Esa misma mañana, muy temprano, Don Bernardo lo llamó a su oficina. Le preguntó si ya había terminado el inventario, poniendo énfasis precisamente en el lugar que le faltaba: los vestidores. Cuando lo puso al tanto de sus avances vio cómo la cara del viejo se iluminaba. Entonces le develó el misterio. Todo ese aparatoso despliegue del inventario no era más que una excusa para que nadie sospechara demasiado cuando lo vieran hurgando en los vestidores. El verdadero objetivo era averiguar quién usaba una colonia Old Spice. Esa era la información que él necesitaba. Comprendía Carlos (ah, perdón, César) que el dueño de la fábrica no podía estar fisgoneando en el área privada de los obreros, y mucho menos, imagínese usted, acercarse lo suficiente como para poder olerlos a la hora de salida. Eso era todo, lo esperaba a las cuatro y media allí mismo para que le diera el resultado de sus pesquisas.

Cuando César salió de la oficina de Don Bernardo, indignado, sintiéndose una marioneta de ese viejo carcamán, ya había tomado una decisión. Antes de despedirse había hecho la ecuación elemental: la señora Martha + olor a Old Spice + celos del veterano = el inventario. El trámite siguiente fue expedito: en menos de media hora había vendido en la fábrica de la esquina los dos galones de pintura que nadie echaría en falta (no constaban en el inventario) y había corrido al bazar para hacer una compra. Ahora sólo le quedaba esperar hasta las cuatro y media. Sintió alivio por no tener nada que hacer hasta esa hora, y se sentó muy tranquilo a escuchar a Willy contarle historias de canibalismo en las pandillas de motociclistas de Los Angeles.

Cuando se fue, fingiendo sorpresa y enfado ante el anuncio de Don Bernardo que no le pagaría nada porque lo suyo eran prácticas pre-profesionales y no un trabajo en serio, sólo le afligía no haberse podido despedir como hubiera querido de todos los obreros. Pero tenía dos buenas razones para portar esa sonrisa de satisfacción. Primero, lo que le darían por ese par de lámparas con focos halógenos que llevaba en su maletín era casi equivalente al sueldo que no le pagaron. Segundo, y esto era impagable, sentía que todo el esfuerzo desplegado por el bendito inventario bien había valido la pena cada vez que recordaba la cara del viejo miserable cuando él le dijo (puede usted confirmarlo personalmente ahora mismo si no me cree, Don Bernardo) que había encontrado un frasco de Old Spice en cada uno de los casilleros, excepto en el de Condori.

(2001)

No hay comentarios:

Publicar un comentario