martes, 17 de mayo de 2011

Añoranzas en blanco y negro (y el Barça)

La primera vez que escuché la palabra maniqueísmo (o maniqueo) fue en mi adolescencia, escuchando una discusión política por TV. La palabreja me sonaba a una mezcla de manicure, maquillaje, maniquí y mariconada; o sea, fuera lo que fuera, muy viril no parecía ser el epíteto que le endilgaba aquel carcamán de la casta legislativa a un locuaz, vivaz, elocuente y lenguaraz joven político que con el tiempo sería presidente. Lo que más me sorprendió fue que el jovenzuelo, que medía más de un metro noventa, no esgrimiera como primera respuesta un recto al mentón del veterano insolente. Eso me indicó que debía acudir al pequeño Larousse, única antorcha que iluminaba mi camino en medio del oscurantismo, para conocer el significado de ese altisonante adjetivo calificativo. Descubrí entonces que el maniqueísmo era una doctrina religiosa dualista de origen persa y con mucha historia, que no viene al caso relatar ahora, aunque quizás valga la pena mencionar que tuvo importante influencia sobre los cátaros y los bogomilos, los que -cómo no- fueron perseguidos, torturados y quemados por la santa iglesia católica durante el medioevo (en El Péndulo de Foucault se habla bastante de ellos). El caso es que la palabra maniqueo se usa para señalar la tendencia de alguien a simplificar su visión de la realidad a dos principios, el bien y el mal, y por lo tanto a clasificar a sus semejantes en los buenos y los malos.

Antes la vida era más simple. Cuando era niño tenía muy claro que los buenos eran los vaqueros y los malos eran los indios. Escuchar las palabras sioux, cherokee o apache me infundía un temor inmediato, y ver aparecer sus siluetas en los desfiladeros del lejano oeste realmente me aterraba. Claro, al final siempre llegaba la briosa caballería a toque de clarín y se encargaba de ajusticiar a esos indios gritones, violentos y siempre peligrosos (incluso amarrados), pero nunca dejaba de sentir temor. Algunos años después supe que mi visión maniquea del asunto estaba equivocada, al revés para ser más exactos, porque los verdaderos asesinos eran los vaqueros yanquis y las víctimas los legítimos dueños de la tierra norteamericana, los que fueron aniquilados o confinados en reservaciones absurdas. O sea, que los buenos eran los malos. Con el tiempo, las amistades y las lecturas me fueron revelando aspectos de la historia contemporánea que me serían útiles para tomar posición frente a los hechos. Por ejemplo, sabiendo que los gringos, en alianza con los grupos de poder locales, habían derrocado a cuanto presidente legítimamente elegido intentó hacer algo de justicia social entre 1940 y 1990 (después la excusa del fantasma del comunismo se desvaneció sola), yo tenía muy fácil el análisis: a los que apoyaban los gringos… esos eran los malos. Y eso funcionó muy bien, por muchos años. Con el conflicto entre Palestina e Israel, por ejemplo. Además, la derecha siempre me ha facilitado las cosas porque –salvo contadísimas excepciones– la gente de derecha es poco atractiva intelectualmente hablando. Seamos honestos, ¿es posible imaginar a alguien más estúpido que Bush? (bueno, sí, Aznar y Piñera; pero esos son del mismo bando). La derecha casi no tiene escritores, cantautores o creadores artísticos en general, y habitualmente sus representantes visibles tienen muy poco peso argumental. Pero, otra vez, en el último tiempo se me ha puesto cuesta arriba el maniqueísmo. Porque cuando Bush ataca a Saddam Hussein (genocida de kurdos y chiítas, sátrapa maligno) para apoderase del petróleo iraquí, o la OTAN bombardea a Milošević (genocida de crotas, bosnios y kosovares) para probar los nuevos productos de la industria del armamento (el verdadero PODER que gobierna el mundo), o la impresentable oligarquía venezolana intenta derrocar al impresentable Chávez (milico déspota inculto, representante de los izquierdistas sin brújula ni anteojos)… entonces son los malos contra los malos. Un empate con sabor a derrota. Un jaque mate al que le seguimos buscando soluciones. Claro, Uds. dirán que son los matices de un mundo que no es blanco y negro, y siempre hay algo que opinar y todo eso, pero no se resuelve el problema del naufragio del viejo y querido maniqueísmo, al menos en política. Terminamos por elegir el mal menor y eso sólo es un premio consuelo para quien se consuela con premios.

Subsiste al menos un espacio donde esa postura maniquea calza perfectamente y hasta se alhaja con la razón. Es el enfrentamiento entre el Barcelona y el Real Madrid, que es mucho más que un partido de fútbol. Por un lado, el Madrid. El equipo de Franco antes (un funcionario del gobierno franquista alguna vez les dijo a los jugadores que habían hecho más por el régimen que muchas embajadas) y del PP ahora. El club multimillonario que lleva en su camiseta el logo de una casa de apuestas, el equipo-empresa que recurre a la billetera como único reflejo para solucionarlo todo (500 millones de euros en las últimas campañas), comprando todo lo que tiene precio (su problema es que la mística y la identificación con unos colores, no lo tienen). El equipo que contrató a un entrenador canalla y mitómano sólo por el hecho de que un año antes eliminó al Barcelona en la Champions League (no repararon en el hecho de que esa eliminación se debió a dos errores arbitrales). Ese sujeto de malos modales, Mourinho, que se burla cuando gana y grita trampa cuando pierde, inventando conspiraciones universales en cada equipo que dirige, y que reniega de la decencia a cambio de un resultado, convirtiendo a delanteros en defensas destructores de juego con tal de dar un zarpazo que baste para el 1-0. ¿La joya del Madrid? Es Cristiano Ronaldo, ególatra hasta lo patológico, obseso de su apariencia física, farandulero, simulador y plañidero. Pateando un tiro libre, comprando un castillo o chocando un Ferrari, lo único que le importa es aparecer en cámaras. Por otro lado, el Barça. El equipo republicano, progresista y defensor de la identidad catalana (Més que un club, dice el lema). El que lleva el logo de UNICEF en la camiseta, el equipo que se basa en jugadores promovidos por la cantera, formando a los niños futbolistas en valores de humildad, trabajo en grupo y solidaridad. La Masía no es sólo una fábrica de buenos futbolistas sino una casa en la que se crece como persona. El equipo exhibe como joya a Messi, que es la antítesis de Cristiano Ronaldo. De perfil bajo, generoso con los compañeros (tiene el récord de pases-gol en esta temporada), si lo patean se levanta sin quejarse, y –un dato menor- es el mejor futbolista del mundo. Messi anda de novio con amigas de la infancia y vive con sus padres. El técnico del Barça es Pep Guardiola, ex–jugador del equipo, un tipo muy educado que felicita siempre al rival y habla cinco idiomas. El Barça de Guardiola ha logrado hacer del buen juego, un viejo estandarte que sólo los románticos inmunes a la derrota ya levantaban, el arma letal que cualquiera quisiera tener. Es la estética invulnerable, la mezcla perfecta de arte y efectividad. Casi imbatibles, con el mismo libreto en todas las canchas, han devuelto el espectáculo al fútbol, en tiempos en los que había que retroceder a 1970 (el Brasil de ensueño que ganó el mundial con cinco jugadores número 10) o a 1974 (el fútbol total de la naranja mecánica holandesa que perdió la final del mundial sin merecerlo) para ver un ejemplo real del concepto de fútbol-arte. Cuando hace unos meses el Barça le ganó 5-0 al Madrid, en un momento el relator de ESPN, cansado de usar superlativos para los arabescos que dibujaban en la cancha con sus pases los jugadores del Barcelona, se calló y dijo: “pónganle música a este ballet”.

A mis amigos les digo que graben en sus discos o en sus retinas a este Barcelona, la filarmónica de Guardiola, porque dentro de 30 años sus nietos les preguntarán si lo vieron, y algo tendrán que decir. Lo que hoy hay que decir es que el Barça es un deleite para la vista y para el espíritu, que representa el triunfo de los valores esenciales del juego sobre la prepotencia del dinero, y que es el refugio ideal para los que añoramos la simpleza irreal de que los buenos sean buenos y le ganen siempre a los malos.

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