domingo, 13 de diciembre de 2009

El sorteo

“Te vas a arrepentir de tanta cojudez solidaria”. Recordó esa frase –la última que le dirigieron al salir de su casa– en el momento más crítico. El sol, inusualmente fuerte para las ocho de la mañana de un lunes de octubre, estaba derribando sus últimas defensas físicas y, lo que era peor, amenazaba con poder lograr lo que dos amorosos, decididos, y finalmente tercos padres no habían logrado: estaba por convencerse de que realmente había sido una cojudez haber porfiado para ir a hacer la cola del sorteo del servicio militar, como cualquier hijo de vecino, cuando el tío Oscar le podía arreglar el asunto por un módico precio: un lonchecito de domingo, con valses, butifarras y mentiras sobre escaramuzas con los ecuatorianos, además de las infaltables cervecitas heladas. Pero él no quería venderse así de fácil. A sus diecisiete años tenía una ética y, sobre todo, una incipiente conciencia social de identificación con los más humildes que le había dado las fuerzas para enfrentar a sus padres, rechazar los privilegios y decidir acudir al llamamiento oficial aparecido en el periódico. Pero ahora el asunto no se veía tan fácil. Estaba parado allí desde las seis y veinte, hora en que, sobriamente, se colocó detrás de los ocho madrugadores que lo habían antecedido y se dedicó –qué remedio– a observar el paisaje. El cuartel estaba en un malecón, así que se podía observar la playa. No había bañistas, esa playa estaba convertida en un basural. En otro lugar o tiempo los coloridos promontorios de desechos habrían sido dunas grises y los escuálidos gallinazos plomizos serían vivaces gaviotas blancas, pensó. La única figura humana que se podía ver era la de un hombre con sombrero de paja que arrastraba un costal y rebuscaba en la basura. Imaginó la emoción de aquel hombre al descubrir algo valioso en medio de tanta podredumbre, y se dijo que hurgar la basura también podía ser emocionante. Mientras veía planear a los alcatraces hambrientos y constataba que sus limpias zapatillas blancas rompían una suerte de uniformidad de polvorientos zapatos negros de taco grueso (y medias guindas de nylon), transcurrió la primera media hora y la cola superó la veintena de potenciales víctimas del servicio militar.

En la cola, que nacía en las narices de un soldadito cetrino y retaco, y moría mucho más allá de la esquina visible, figuraban conspicuos representantes de una Lima cada vez más híbrida. Desde el hijo-ayudante de vendedor ambulante con algún Terokal en su niñez, hasta los arribistas de clase media venida a mucho menos, respirando superioridad y distancia desde su ropa moderna. No era casual la ausencia de niños-bien; la inmunidad nacida del dinero incluía estos menesteres. La espera se le hacía menos tediosa cuando entraba en escena ese recurrente comportamiento de masas tan cómico como absurdo: cada vez que alguien giraba la cabeza súbitamente, los vecinos de cola primero y luego, en efecto dominó, todos los demás, volteaban también la cabeza buscando la causa de la repentina curiosidad del otro, terminando por desilusionarse por la inexistencia del supuesto evento, sólo para más tarde repetir el inútil ritual ante el mismo estímulo. Se acordó de su profesor de biología, quien acostumbraba decir que no habíamos dejado de ser primates.

Eran ya las nueve y diez cuando abrieron por fin el portón y, al son de los gritos destemplados del alférez a cargo, reprodujeron en el patio interior la fila formada afuera, pero esta vez parados, firmes y en silencio. Le pareció inapropiado que los trataran como conscriptos cuando el trámite a realizar, el sorteo, era precisamente para definir si serían reclutas o no. Pero desechó pronto la idea de usar el sentido común para analizar la situación, recordaba muy bien la autosuficiencia y el desdén con el que el tío Oscar se refería a “los civiles”. No habían pasado diez minutos de tensa calma cuando la voz del alférez tronó.

- O sea que tú eres bacán, ¡Ah! ¿Vivo eres, no?

- ...

- !Ya carajo! ¡Cincuenta ranas o te quedas guardado tres días!

Algún imprudente había desobedecido la orden de mantenerse en pie e inauguraba así la serie de gritos y castigos que habría de marcar la rutina de la siguiente hora, en la que la angustia sustituiría de a pocos el tedio de la espera incierta. Los ánimos de aquellos jóvenes aún anónimos (pronto comenzarían a gritar sus apellidos por un megáfono) estaban ya mermados. La curiosidad y las sonrisas disimuladas que inicialmente habían acompañado la contemplación de los castigos físicos ahora daban paso al temor a ser los siguientes, sin razón aparente. Los demás comenzaban también a desterrar el sentido común de sus reflexiones. Él se preguntó si algún otro estaría pensando también en Kafka, y no pudo evitar un leve sentimiento de culpa después de prejuzgar que pocos o ninguno conocerían al escritor. De pronto le llamó la atención un muchacho pelirrojo, flaco y pecoso; parecía asustado. “Ese colorado fijo que sale sorteado. Tiene cara de perdedor innato, y encima pelirrojo, pecoso y cabezón el pobre. Cargar con esa cara y esa cabeza ya es abuso. Además mira como pidiendo disculpas por existir, eso va a provocar más a los aprendices de sádico que nos están vigilando. Pobre, ése es número fijo, ya está jodido”.


Escuchar sus nombres y apellidos fue una sorpresa. Quedó aturdido, sin terminar de creer que efectivamente era él a quien llamaban ahora para recoger su boleta con la fecha de presentación para el reclutamiento. Realmente no esperaba que el sorteo lo perjudicara. Basaba su confianza en una ley de compensación que él suponía se aplicaba para cada buena acción en la vida. Si él había insistido en rechazar los privilegios ofrecidos por su tío militar entonces lo que correspondía era que no saliera sorteado para hacer el servicio. Era lo justo. Definitivamente esa candidez todavía no cumplía diecisiete años.

Emprendió lentamente la caminata de regreso con ese andar tan particular que sólo los derrotados poseen, sin más compañía que la imagen recurrente del tío Oscar sonriéndole, cachaciento, victorioso; así volvió a ser asaltado por esa especie de odio que alguna vez había sentido escuchándolo hablar de la conveniencia de aplicar una política de “tierra arrasada” para combatir la subversión. “Mira Mechita, si tirándome cincuenta campesinos me voy a bajar a cuatro terroristas, bien tirados están. No hay alternativa. ¿O quieres que les tiremos piedritas con una honda? No pues, la cosa no funciona así. Estamos en guerra, y la guerra la saben hacer los militares, no los políticos blandengues que son puro bla-bla.”

La vereda agrietada, las paredes sucias exhibiendo todavía algunos panfletos de propaganda política, un grupo de perros persiguiendo a una perra en celo, una niña cargando una galonera vacía y cantando el último comercial de shampoo. No reparó en los componentes del paisaje que hacían un contrapunto con la luminosidad del día. Tampoco se dio cuenta de la súbita agitación que siguió al estruendo de dos detonaciones casi simultáneas. Estaba demasiado concentrado en el drama que se le avecinaba, y trataba de recordar si era Lalo o Arturo el que tenía un primo que podía conseguir una libreta militar falsificada. Un hombre y una mujer de aproximadamente su misma edad pasaron a su lado corriendo mientras una señora en alguna ventana gritaba desesperada.

Un golpe en la cabeza, inapropiadamente fuerte para alguien que está de espaldas y no está huyendo, lo derribó. Todavía consciente, sintió cómo llevaban sus brazos hacia atrás mientras algo pesado le apretaba la espalda y algo pequeño y frío entraba en contacto con su nuca.

- Te jodiste conchetumadre, te vas a arrepentir de haber nacido. Vamos a ver si eres tan valiente ahora, terruco de mierda.

Las sacudidas y el ulular constante de una sirena lo despertaron. Aparentemente estaba en un automóvil, a juzgar por el ruido del motor y las sacudidas, pero estaba muy oscuro. Dedujo que quizás estaba en la maletera. Tenía las manos atadas en la espalda. Estaba confundido, el dolor en la cabeza no le permitía pensar con claridad, descifrar la secuencia de hechos que lo había llevado a esa situación. Antes de buscar una salida, quería entender por qué estaba allí. Soportando el dolor y la falta de aire, pudo poco a poco rehacer el camino de la mañana, la espera en la cola afuera del cuartel, la ansiedad una vez adentro. De repente recordó al pelirrojo aquél, al nacido para perder. Reconoció entonces su error: el pelirrojo no había salido sorteado, y él sí.

El hombre con sombrero de paja intenta apurar el paso mientras revisa con un palo la basura en la playa. Sabe que los sábados los soldaditos allá enfrente en el cuartel se divierten disparándole para asustarlo, y no quiere estar en su mira por mucho tiempo. Arrastra con dificultad el saco y aguanta el dolor en la planta del pie cortada por un vidrio de botella. Aunque no ha sido un buen día, el saco ya está pesado: hoy no ha sido exigente con la mercadería. De pronto sus ojos descubren entre restos de verduras podridas y cartones chamuscados lo que parece ser un tesoro. El hombre se detiene, remueve un poco más la basura, y se arrodilla jubiloso. Olvida por un momento los disparos que ya comenzaron a silbarle cerca y abre su saco para guardar su valioso hallazgo. Es mi día de suerte, piensa, segundos antes de darse cuenta que esas zapatillas blancas están unidas a un cuerpo.

(1991)

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