sábado, 14 de noviembre de 2009

Cara de pepino

Según la psicología, uno de los hitos del desarrollo infantil se alcanza cuando los niños se dan cuenta de que existen otros puntos de vista aparte del de ellos mismos (uno por cada habitante del planeta). Creo que nunca terminamos de entender esto. Por ejemplo, cuando vemos a un sujeto X (llamémoslo imbécil, por razones que serán inmediatamente claras) estacionarse en los sitios reservados para minusválidos, no respetar la cola en el banco, o fumar en un lugar público, podemos pensar que el imbécil de marras padece alguna enfermedad degenerativa del sistema nervioso central que le impide comprender el idioma, o presenta una extraña mutación genética que hace que el tubo rectal deposite su contenido dentro de la cavidad craneana. Pero no. Si se le pregunta de manera amistosa las razones para ejercer su imbecilidad de manera tan poco discreta, escucharemos un discurso lleno de causas, razones y, finalmente, justificaciones. Nadie reconoce rápida y escuetamente “soy un imbécil”, todos tienen su razón para actuar de esa manera que –desde su particular perspectiva- el resto de la humanidad, equivocada al unísono, tilda abusivamente de imbécil. Cada persona, incluso los afortunados residentes de establecimientos con unas confortables paredes acolchadas y mucho tiempo libre, tiene un mundo interno donde la coherencia se define desde allí mismo y sin mirar hacia fuera.

La primera experiencia que recuerdo en la que me vi confrontado con el misterio de un mundo paralelo desarrollándose al interior de la cabeza del prójimo, fue en primer grado, yo tenía seis años, era un colegio mixto y religioso. Había un grupo relativamente grande de niños con los que compartía el gusto por el fútbol, las persecuciones, los empujones, los gritos, y los mitos: “hay una niña en tercer grado que tiene pene”, “el papá de Eduardo Álvarez es Blue Demon, yo vi cuando se quitaba la máscara”, “dicen que un niño que tuvo mucho hipo se volvió loco y ahora está escondido en el convento de las sisters”. Fuera de ese grupo, pero también en primer grado, había un niño cuya cara no me gustaba. Eso es un eufemismo. Me corrijo: ese niño me irritaba profundamente por el solo hecho de existir. En realidad, por existir con esa cara. Es que tenía cara de pepino. Si me hubieran interrogado acerca del tema tal vez hubiera explicado que, para ser más precisos, se parecía a un pepino con cara que aparecía en un libro de lectura para niños que había en mi casa. Y no es que yo odiara a los pepinos (con o sin cara) antes de conocer a ese niño. Era que su cara de pepino me parecía demasiado chocante, una afrenta estética inaceptable. ¿Por qué no tenía una cara de niño como todos los demás? Y encima tenía que verlo todos los recreos. Peor, tenía que verlo cuando el correteo de los recreos lo hacía verse más cara de pepino que nunca, debido al sudor y la cara sonrojada (tengo claro que los pepinos no son rojos, pero el del libro era verde y rojo, porque tenía mejillas, ¿OK?). Pasaban las semanas y yo iba acumulando rabia contra ese niño que se obstinaba en no cambiar de cara. No se lo comentaba a nadie. Tal vez me hubiera calmado un poco si hubiera socializado mi obsesión con los otros niños (“¿Han visto a ese que tiene cara de pepino?”), pero no lo hice. Guardé dentro de mí esa intranquilidad que no hacía sino crecer y que amenazaba ir arruinando gradualmente mi disfrute del recreo. Hasta que un día no pude más. Lo recuerdo nítidamente. No hubo premeditación, simplemente ocurrió. Yo corría por el patio y me lo topé corriendo en dirección contraria. Nunca le había hablado, y nunca lo haría después de ese día, pero eso no importaba nada, la necesidad de desfogarme era superior a cualquier otra fuerza humana o de la naturaleza. Y lo hice. Cuando estuvo frente a mí le grité con todas mis fuerzas: “!!!Cara de pepino!!!”. Lo grité con rabia, con una furia telúrica que debía horadar su conciencia, como culpándolo de haber tenido que obligarme a hacerlo, como arrojándole en la cara su execrable delito hasta ese momento impune. Un instante después, cuando ya sentía venir una paz infinita, definitiva, por haber dejado salir al demonio de esa obsesión y haber puesto las cosas en su lugar, escuché cómo el niño me gritaba, con similar pasión, “!!!Cara de manzana!!!”. Quedé congelado y sin saber qué hacer. Ni siquiera lo miré. La campana sonó y tuve que irme a mi clase, con una extraña mezcla de alivio e incomodidad, pero sobre todo con una profunda duda. Me preguntaba si ésa había sido un réplica automática, pudiendo haber sido yo un cara de cualquier otra cosa, y que entonces la cara de manzana fue sugerida por el elemento frutal contenido en mi apóstrofe, o si acaso -ése era mi temor- cara de pepino también me había estado odiando todo ese tiempo por, según su manera de ver el mundo, mi insoportable cara de manzana. Por supuesto que al llegar a mi casa me miré en el espejo y confirmé mi sospecha: yo no tenía cara de manzana. Pero mi certeza no servía de nada. Era la de él la que importaba. Eso me perturbó profundamente. Y nunca lo pude saber. No se lo pregunté (no estaban las relaciones como para eso) y al año siguiente él ya no asistió al colegio. Así que si algún día lees estas líneas, cara de pepino, por favor déjame un comentario que pueda aclarar ese misterio que por 33 años me ha acompañado. Sabré entender si aparece algo de resentimiento en tus líneas. Ah, y por favor mándame una foto reciente, sólo por curiosidad.

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