miércoles, 18 de noviembre de 2009

No ha pasado nada

Este cuento fue de las primeras cosas que escribí. Tal vez le debo la convicción de que podía seguir escribiendo, porque ganó un concurso de cuentos en la universidad en la que estudiaba y el premio fue asistir gratuitamente a un taller literario. Está bien, la competencia no fue muy dura (creo que participaron 14 ó 16 cuentos) pero al menos quedé con la certeza de que lo que escribía no era malo. Certeza que se esfumó muy rápido cuando en ese taller literario agotaron los adjetivos descalificativos para calificar las otras cosas que escribía. Tal vez algún día escriba alguna crónica sobre ese taller. Ahora se trata de este cuento, escrito en 1991. Para situarlo, es en la época de la violencia política en el Perú, cuando era muy fácil morirse y sin razón alguna, cuando los senderistas y las fuerzas armadas competían por demostrar quién podía destruir más vidas, quién asesinaba peor. Eran épocas de desesperanza. La historia se me ocurrió una mañana de invierno muy oscura, esperando bajo la garúa en un paradero de la Av. Alfonso Ugarte a que pasara el micro que me llevaba a la universidad.



No ha pasado nada

No llueve todavía. Un hombre pasa por delante de la fachada de un edificio viejo, color ciudad. No hay inquilinos en el edificio; los departamentos están habilitados como consultorios: radiografías, ecografías, dientes, piel. Todo en el mismo letrero. Barato. Sólo tiene que tener paciencia hasta que llegue su turno. La gente entra y sale del edificio y no puede saberse si los que salen lo hacen con dientes más blancos o pieles más sanas. El invierno cubre las pieles y las sonrisas.

El hombre ha cruzado la pista (aún no sucede nada), su pantalón azul hace juego con su chompa no-azul. Ahora son de color parecido. En esta ciudad los colores se parecen cada día más, como los días. Ha cruzado, digo, y está esperando que pase un microbús. No se sienta en la banca del paradero porque sospecha que puede haber llovido y no quiere mojar su único pantalón, el azul. Pero no llueve todavía.

La gente en el paradero no repara en él, la gente se limita a sujetar sus bolsos y carteras, esperar que pase el microbús y desear la felicidad. La felicidad, a esa hora, consiste en un microbús con algún asiento vacío. Generalmente la felicidad no pasa por ese paradero, pero la gente –incluido el hombre de pantalón azul– igual la espera.

Un niño que vende pastillas de menta importadas de Brasil para refrescar el aliento y aliviar el dolor de garganta mira al hombre con cara de curiosidad. Se podría creer que el niño se pregunta si aquel hombre es feliz, o si piensa en su mujer cuando besa a su mujer, o si extraña su infancia, cuando el cielo sí era azul y sus mejillas sí eran rojas. Pero lo cierto es que el niño sucio y desabrigado se pregunta si el hombre querrá comprar pastillas de menta. No, ni siquiera lo ha mirado, como el resto de la gente; tendrá que subirse a vender sus pastillas al próximo microbús que pase, tenga o no asientos vacíos. El niño no puede esperar a la felicidad.

En realidad el hombre sí miró al niño, pero sólo por un instante, el lapso aconsejable para evitar cualquier pensamiento que lleve a tomar alguna decisión importante. Puede ser peligroso. Muchos de los que tomaron decisiones después de mirar a niños sucios y desabrigados en esta ciudad ya no están. Y nadie sabe dónde están.

La mañana está muy oscura, pareciera que pronto va a anochecer, pero no es así. En realidad amaneció hace apenas unas horas, y la oscuridad perpetua todavía tardará en llegar. Tal vez para aclarar confusiones, el locutor de la radio dice la hora a cada momento. Por eso el hombre de pantalón azul sabe que ha subido al microbús a las siete y cuarentidós. El cobrador, con medio cuerpo afuera, no dice nada, sólo da dos golpes seguidos a la lata del microbús. El chofer embraga, mete primera y hace rugir la máquina. Apenas iniciado el movimiento tuerce su cuerpo para cambiar de estación en la radio, porque en esa emisora no hacen más que decir la hora y él quiere escuchar boleros. Es una decisión simple: todos los boleros le gustan.

El hombre encuentra un pedazo de tubo libre del cual sujetarse, mete la mano libre en el bolsillo donde guarda la billetera, y, ya instalado, se dedica a mirar por la ventana. No pasa nada, todavía. Afuera, en una mañana oscura (esto ya se dijo), la vida se arrastra con dificultad. Incluso los gritos, bocinazos, insultos y empujones están impregnados de esa monotonía gris que todo lo cubre, que llega con la niebla pero se queda cuando ésta se disipa. Las señoras cargando pesadas bolsas, los policías aturdiendo con sus silbatazos, y los mendigos resucitando en cada luz roja del semáforo, son de alguna manera la misma persona, todos protagonistas de escenas repetidas que nadie observa. Un periodista mediocre, ahogado en un mar de lugares comunes, los describiría como simples engranajes de una gran máquina. Error: no hay máquina ni voluntad superior, es sólo desorden.

El hombre renuncia a mirar por la ventana. Ahora observa el interior del microbús. Recién se da cuenta de que alguien detalla a viva voz las bondades de un corta-uñas japonés de acero inoxidable. Un anciano enfundado en una bufanda de lana intenta inútilmente cerrarse el saco raído sin botones y, ajeno a la oferta especial, apoya su cabeza en el vidrio y musita un huayno. El hombre de pantalón azul siente que algo se le calienta adentro del pecho al escuchar ese huayno, pero ese calor dura muy poco. Se transforma bruscamente en una corriente helada cuando el anciano llega a la parte en la que el huayno es indistinguible de un llanto desolado. El hombre no puede evitar recordar. Atrás del anciano está sentada una mujer que parece estar dormida pero no lo está. Viste de negro, y no es posible saber si esa vejez es hija de los años o de la repetición de la desesperanza y el dolor. El hombre continúa mirando a la mujer y nota que entre las arrugas de su mano asoma algo así como un ramo de flores marchitas y una fotografía ajada, en blanco y negro, con el rostro de una persona joven. El hombre reconoce la fotografía y cree estar viviendo un mal sueño, un perverso juego de coincidencias, pero un brusco frenazo del microbús le confirma que todo es real, que la mujer y el anciano no son espectros venidos a acosarlo. El hombre desvía la mirada, pero no lo hace como un intento de evasión sino como un gesto de resignación ante lo inevitable.

El hombre baja del microbús. Está en otro paradero, rodeado de otra gente. Parece que no ha pasado nada. Por lo general la gente no se mira, pero ésta vez repara en el extraño sujeto de chompa no-azul. Y es que al parecer el hombre está sonriendo, algo poco común en un paradero de esta ciudad. Nadie sabe por qué sonríe. El hombre sonríe, con la mirada fija en el suelo, por dos motivos: primero, porque está lloviendo y nadie lo ha notado, él es el único que se está mojando; segundo, porque ahora sabe que nunca más estará esperando en un paradero. Nunca volverá a esperar nada, ni un microbús, ni la felicidad. Hay cosas más importantes que la felicidad. La libertad, por ejemplo. Pero esos conceptos son quizás demasiado abstractos. Tal vez la liberación sea algo más concreto, y hasta accesible. Y aunque el hombre ahora no está pensando precisamente en esto, puede que, antes de que termine de oscurecer, lo haga.

La gente llegará a su casa y probablemente habrá olvidado ya aquella sonrisa fuera de lugar. Por ello es que se dirá "nada" si acaso durante la cena, mientras algún familiar unta el pan con mantequilla o mira la telenovela, alguien pregunta si pasó algo ese día. Fue, apenas, otro día sin lluvia en una ciudad donde no llueve nunca. Sin embargo, a esa misma hora o quizás algo más tarde, el hombre de pantalón azul, encerrado en el baño de un cuartel, ya se habrá colocado la pistola dentro de la boca.

La tarde está muy oscura. Alguien ha tomado una decisión. No ha pasado nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario