sábado, 24 de diciembre de 2016

Silencio por favor



Silencio, espero el silencio,
un montón de bocas 
como parlantes
saturan el aire.
Los Tipitos

Hay miles de formas de callar, y casi todas son buenas. La imagen reflejada en el espejo es que hay muchísimas palabras por decir, y casi todas sobran.
Álvaro Díaz, coautor de dos de los rarísimos ejemplos de buenos programas de TV chilena (Plan Z, 31 minutos), en una entrevista al diario The Clinic respondió al periodista que le señalaba la nostalgia de la gente por el antiguo sistema de transporte público:
“¡Porque la gente es como las huevas! A la gente no hay que escucharla, porque es como las huevas. La gente es mediocre.” 
Se puede decir de manera más elegante y articulada, se puede decir con algo más de respeto o conmiseración, se puede citar como respaldo a Schopenhauer, Nietzsche o Eco para sonar más docto, pero no puede cuestionarse la verdad de los dichos de Díaz si por “la gente” entendemos a la mayoría de la población. Y entonces anotamos los programas de TV o radio que la mayoría consume, la elaboración de las opinones de esa mayoría en sus comentarios en la calle o en las redes sociales, su respeto por los derechos del otro o su cuidado de los bienes públicos, y no hay espacio lógico para una conclusión distinta. Pero no vengo aquí a descubrir la rueda ni a revelar la fórmula del agua tibia. Quiero destacar un aspecto particular: en general la gente habla mucho, demasiado, y casi siempre lo hace para decir cosas inútiles, erróneas o irritantes. Como diría el anciano cazador de búfalos con el dinero de todos los españoles, ¿por qué no se callan?
A todos nos ha tocado alguna vez esa señora en el asiento de al lado en un viaje en bus o avión que no deja de hablarnos (trivialidades, por supuesto) por más que miremos para afuera, no despeguemos los ojos del libro que tenemos en las manos, nos pongamos audífonos, o finjamos dormir. No, no se calla. ¿A quién le habla? Si es claro que no le estamos prestando atención, ¿por qué intrincado mecanismo cerebral -o su ausencia- es que sigue hablando? Materia del psicólogo, dirán algunos; ya, pero al menos el psicólogo cobra por escuchar. No digo que sea una mala persona, o que merezca arder en el infierno, a lo mejor es una excelente madre, abuela o tía, con buenos sentimientos y todo eso, pero si no es capaz de quedarse callada yo la saco de la lista de pasajeros del arca para el próximo diluvio universal. Otra variante que uno puede encontrar si la suerte no lo acompaña es la de esas personas que una vez que terminan de decir algo inmediatamente comienzan a contarlo de nuevo, como si uno hubiera estado ausente la primera vez, y a veces completan el ciclo tres veces (hasta cuatro, si les toca escuchar un momento a su interlocutor). He conocido de cerca a cuatro personas así. No sé si se trata de un profundo e incontrolable terror al silencio o de un cromosoma defectuoso todavía no caracterizado por la ciencia, pero es un misterio que alguien tendría que resolver. 
Hace unos meses hice un viaje con mi familia, lo que significó salir de mi burbuja cotidiana en la que -con metódico y costoso esfuerzo- he conseguido estar relativamente protegido de esa cháchara inservible que malgasta el tiempo, empobrece la mente y envenena el alma. Sabía que al exponerme al mundo real, poblado de gente, me tocaría mi dosis de veneno, y así fue. Me limitaré a reseñar dos episodios. 
Uno. Llegamos a pasar unos días de descanso a un hotel habilitado dentro de una casa-hacienda del siglo XVII, un lugar magnífico, apacible, con árboles centenarios en jardines enormes y múltiples salones de techo alto que invitaban al sosiego y la reflexión. Claro, también estaban allí las tétricas salas de castigo para esclavos negros, recordándonos las historias de horror detrás de (casi) todas las historias de opulencia. El caso es que la estadía no pudo comenzar mejor, porque el primer día éramos los únicos huéspedes, las personas que atendían eran muy amables, y el clima era perfecto. Pero el segundo día llegó otra familia, incluyendo abuelos. En principio no parecían ser una presencia amenazante. Esa noche llegamos primero al patio interior donde se servía la cena. Mientras esperábamos que trajeran los platos, llegó el otro grupo familiar. Y de las ocho mesas que tenían a su disposición, repartidas por todo el perímetro del amplio patio, eligieron sentarse exactamente al lado de nosotros. Ya estábamos comiendo cuando quedó claro que su charla a gritos predominaba sobre nuestra propia conversación discreta. Y así tuvimos que escuchar durante toda la cena, sin quererlo, estupideces de muy variado calibre. Entre ellas, destacaba el relato forzado del hombre acerca de las ciudades de Europa o Estados Unidos en las que había estado, en todos los casos avanzando hacia una supuesta anécdota que al final nunca ocurría. Este es un tema reiterado, sobre todo en los chilenos; en el último mes ya me ha tocado escuchar tres veces en pasajeros de vuelos nacionales comentarios innecesarios acerca de sus viajes internacionales. Por otro lado, el abuelo del grupo iniciaba comentarios acerca de los temas más insignificantes (por lo general, conversaciones o situaciones anodinas con otros familiares, como relatar un cumpleaños) que nunca llegaba a concluir, porque dado que sus historias parecían prolongarse hasta el infinito en detalles cada vez más exasperantes, terminaba siendo interrumpido por los demás, generalmente por el hombre que pagaba la cuenta, el de los múltiples viajes en los que no le había ocurrido realmente nada. Así, gracias a ese gregarismo tan típico de personas con mentes débiles y a la correspondiente verborragia banal, esa cena no fue lo que pudo ser. Por supuesto que yo me concentraba en escuchar a los míos, pero en los momentos de silencio (no le tenemos horror) era inevitable la contaminación acústica desde la mesa vecina. En las siguientes ocasiones de almuerzo y cena llegamos más tarde, y así pudimos elegir las mesas más distantes a las de los otros. Como dijo Sartre (otro apellido para la argumentación docta) “el infierno son los demás”. 
Dos. De retorno del viaje a la hacienda tuvimos una escala larga en el aeropuerto de Santiago. Con los años he aprendido que todos los restaurantes allí comparten tres características: precios absurdamente caros, atención mala y comida regular. Por eso es que siempre elijo algo al paso (Starbucks) que no está nada mal. Esa mañana, tras una noche sin dormir en el avión, mi familia comprensiblemente no estaba muy comunicativa. Así que mientras comía un sándwich y tomaba un café, sentado en un asiento largo del Starbucks, decidí abrir mi computadora y avanzar con la revisión de un proyecto. Unos minutos después se sentó a menos de 30 cm de mí una mujer con su amiga, y comenzó la conversación a gritos. El tema era de interés universal, una le explicaba a la otra que había dado en el Starbucks su segundo nombre (Antonella, o Antonela, o Hantonela, o Salmonella, vaya uno a saber) en lugar de su primer nombre (juro que sonaba a Daikiri, Shakiry, Rafiki, Swahili, o algo así) porque si lo hacía “esos tontos nunca iban a saber cómo escribirlo”. Claro hija, el resto del mundo tiene que adivinar la grafía exacta del engendro de nombre que tus padres te pusieron por capricho, alienación, incultura, intoxicación alcohólica, o todas las anteriores. El trascendental tema siguió un buen rato, y para entonces ya había subido el volumen de la música en mis audífonos de 22 a 44 (sí, uso múltiplos de 22 por un trastorno obsesivo-compulsivo). Elegí a Vivaldi (La Stravaganza) como aliado para pasar por encima de la chabacanería y poder concentrarme en la ciencia. Pero con 44 no alcanzaba, y así supe sin quererlo que el tema importante ahora era si fulanita llamó o no llamó cuando dijo que llamó y lo que puso en su facebook, en un discurso en el que -sin contar los artículos- el 70% de las palabras eran hueón, hueona, y cachai. Por cierto, todo era dicho con el tono de quien ha descubierto la cura contra el cáncer de páncreas. Frente a semejante invasión de estupidez químicamente pura intenté primero la telepatía “cállate, cállate ya, ahora”, pero no pasó nada (obtuve mejores resultados con mi perro, lo que me hace sacar alguna conclusión), luego intenté la telequinesis y me concentré en que una silla volara y le impactara el cráneo, pero nada. Así que opté por subir a 88, un volumen excesivo que me aturdía un poco pero cumplía con el objetivo de aislarme de las monsergas de Daikiri Antonella, quien -apuesto un brazo- seguramente se apellida Soto, González o Rodríguez. 
Aclaración: mi punto no es que lo que yo diga sea más interesante o elevado que lo de los demás, o que aquí pretenda restringir la libertad de expresión de los que me rodean. No. Que cada uno diga lo que buenamente quiera o pueda. Todo lo que le pido a esa gente, a ellos y ellas, es que intenten ser escuchados solamente por quien quiera escucharlos. Nada más. Y me permito sugerirles que no hablen a gritos ni en exceso, salvo que tengan algo interesante, valioso, original o agradable que decir (lo que es tan probable como la paz entre Palestina e Israel).

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