sábado, 20 de agosto de 2011

No me verás partir

Cuando el avión dio la última curva y enfiló por fin hacia la pista de aterrizaje del aeropuerto de Cuzco, ambos se tomaron las manos emocionados. El paisaje que se observaba desde la ventanilla era sencillamente hermoso, un generoso adelanto de lo que les esperaba: majestuosos cerros verdes dominando la histórica ciudad tapizada de tejados rojos, iglesias coloniales y ruinas incaicas. Todo comenzaba a parecerse a la postal que les vendieron a plazos en la agencia de viajes. Se felicitaron por finalmente haber escogido Cuzco y no Cancún para la luna de miel.

La sospechosa amabilidad del taxista resultó siendo absolutamente inocua. Amabilidad a secas, sin recargo para los turistas. El que visita Cuzco siempre regresa, señor. Hay quienes vinieron por una semana y se quedaron toda la vida, señor. Excelente sugerencia: dar una vuelta por la Plaza de Armas después de recalar en el hotel. ¿Te duele la cabeza, mi amor? Debe ser la altura; según el South American Handbook estamos a 3,366 metros sobre el nivel del mar. Mejor quédate recostada, yo voy a salir a recorrer un poco y vuelvo en veinte minutos. No, deja, yo voy a desempacar a la vuelta, tú sólo descansa, quédate tranquila.
En las angostas y empinadas calles de piedra milenaria y bajo los portales se encontró con el único componente del paisaje que no había merecido comentarios superlativos por parte de la siempre sonriente agente de viajes: la gente (antes se decía el pueblo, pero ahora queda mal). Sin embargo, sus ojos sólo veían potenciales protagonistas de fotografías o postales, elementos pintorescos para la anécdota en la oficina una vez que regresara a Chile. Buscaba estrenar su enorme cámara digital con chullos o ponchos coloridos, con quenas o zampoñas, con trenzas largas o narices aguileñas. No reparaba en los rostros inescrutables surcados por arrugas que tenían más de años en vano que de satisfacción por la tarea cumplida, los pómulos cobrizos quemados por el viento lacerante de las tierras altas, los pies ennegrecidos desbordando las ojotas mínimas. Allí estaban los herederos del imperio más grande de América. Los ancianos cargadores desapareciendo bajo bultos gigantes camino del mercado, en un circuito de ida y vuelta que sólo termina en la sepultura. Las mamachas ofreciendo chompas de lana de alpaca y artesanías, dispuestas a rebajarlas a la mitad de la mitad con tal de tener algo para comer ese día. Cómprame, señor, no seas malito. ¿Cuánto me ofreces? Los niños mocosos y descalzos interrumpiendo sus ruidosas grescas y persecuciones para pedir una monedita, míster. Toda la miseria rodeada de hermosos colores encendidos, todo sugiriendo falsamente que lo doloroso y lo sublime acaso puedan coexistir. ¿Era aquella una sonrisa o un rictus de angustia? Sin que se percatara, la ciudad comenzaba de a pocos a deshacer la máscara de banalidad que él llevaba puesta. La búsqueda de lo pintoresco comenzaba lentamente a disolverse en preocupaciones todavía sin forma pero que amenazaban con rondar lo esencial, con hacer preguntas nuevas.
Se dio cuenta que ese sol, el Inti, el dios sol de los incas, no calentaba mucho, y el viento que aparecía en ráfagas era más bien helado. El frío le hizo decidir acortar su caminata. No era mala idea recostarse un rato junto a ella antes de salir a buscar un lugar donde almorzar. En el camino de regreso se topó con una minúscula manifestación. Unas doce o quince personas, la mayoría mujeres, coreaban consignas tímidamente y blandían un par de pancartas con lemas alusivos a la impunidad y a una Comisión de la Verdad. Se animó a preguntarle por la razón de la manifestación a un aparente estudiante universitario que aplaudía el paso de los marchantes. “Es por los desaparecidos de Langui. En el 93 el ejército se llevó a 22 comuneros acusándolos de colaborar con los terroristas. No se volvió a saber de ellos. Había ancianos y niños en el grupo.”
Todavía pensando en las mujeres de la manifestación que había dejado atrás, compadeciéndose del imposible de las esperanzas de encontrar a sus familiares con vida, llegó al hostal y subió rápidamente al segundo piso: habitación 204. No tuvo que utilizar la llave porque la puerta estaba entreabierta, lo que le molestó. Va a tener que escucharme, es imprudente que no cierre bien la puerta, sobre todo si va a dormir. Entró resueltamente y la prolija ausencia de cualquier ser humano en la habitación lo golpeó en la cara. Se estremeció. No puede ser, éste es el cuarto, si acá mismo tengo la llave, no puede ser, ¿dónde está? Tardó sólo unos segundos en verificar que en el baño no había nadie. La angustia no cesaba de crecer adentro de su pecho. No había rastro de ella ni de las mochilas. Fue a la recepción pero no encontró a nadie, volvió a la habitación 204 con la esperanza de que se hubiera operado un milagro en ese minuto, pero no: el cuarto seguía vacío. Se sentó en la cama tratando de calmarse, intentando pensar en una explicación lógica. ¿Dónde pudo haber ido? Descartó cualquier emergencia médica porque no tenía sentido que desapareciera con todo el equipaje. Y era igualmente desatinado suponer que se había ido a dar un paseo con todos los bultos a cuestas ¿Un secuestro? Tampoco, no sólo no había ninguna señal de violencia sino la cama donde la dejó acostada estaba impecablemente tendida. Maldición, qué hago, qué hago. ¿Hacer la denuncia de desaparición a la policía? Inútil, seguramente aquí también deben pasar 24 horas para que una persona se pueda dar por desaparecida; además ni siquiera tengo documentos, todos se quedaron en la mochila. Sin tener muy claro el por qué, decidió salir a la calle.
Afuera rápidamente percibió que cada una de las personas con las que se cruzaba tenía algo qué hacer, algo en qué pensar, algo que para cada cual era seguramente importante y quizás hasta impostergable. Y no pudo evitar sentirse terriblemente desamparado con su pequeña desgracia personal, con su esposa desaparecida que sólo podía importarle a él. Pensó que el mundo era muy poco solidario. Además se dio cuenta que había muchas más mujeres turistas con mochilas al hombro de las que había registrado en su primera salida. Uno no siempre ve todo lo que se puede ver. Eran las mismas calles, sentía el mismo frío, pero le parecía que hacía un siglo se había topado con la manifestación por los desaparecidos de Langui. Caminó mucho haciendo circuitos cortos, siempre regresando a la Plaza de Armas. Poco a poco se agotó de buscar en los rostros de aquellas nórdicas u holandesas o alemanas el rostro de ella. Entonces se sentó en las escaleras de la catedral y no tuvo más remedio que considerar la posibilidad de que ella lo hubiera abandonado. ¿Por qué? Y sobre todo, ¿Por qué así, por qué aquí? Le sobraban preguntas y no tenía ninguna respuesta. Hizo un repaso del largo noviazgo, de los preparativos de la boda, de la boda misma. No pudo encontrar una sola fisura en la confianza, un solo hecho extraño, una sola mirada extraviada de ella, una sola llamada telefónica inquietante. Nada. Seis años de su vida, de su vida con y para ella desfilaban por su mente, y no encontraba motivos. Se sintió muy solo al no poder encontrar una explicación que empuñar para enfrentar los desgarrados reproches que seguramente le esperaban a su regreso. Sin embargo, sin salir del todo de su desolación, al mismo tiempo le parecía reconocer que esos seis años tampoco consignaban particulares cimas en su relación. Le costaba recordar, más allá del natural entusiasmo del origen allá por sus 19 años, momentos en que hubiera sentido que el corazón le iba a estallar, que podría morir de felicidad en ese instante, que se le había permitido un minuto de visita en el paraíso. No. Ella se había dejado querer sin resistencia desde el comienzo y él la había elegido como destinataria de su cariño casi convencional pero no por ello menos eterno. Había sido fácil imaginar un futuro con ella. En realidad no había siquiera que imaginarlo, bastaba con mirar e imitar a su primo Hugo o a su amiga Eugenia en sus apacibles rutinas, dignos ejemplos del matrimonio sin sal pero seguro candidato a las bodas de oro; la antesala de la resignación como eficaz conjuro contra la disolución. Lo peor de todo es que tengo que reconocer que yo he hecho méritos suficientes para recibir ese premio consuelo de la vida. Si nunca aspiré a más en mi relación de pareja debe ser porque mi techo estaba muy cerca; pero ­–y con esto me gradúo de mediocre– ni siquiera intenté confirmarlo. Nunca me cuestioné tanto sospechoso halago por parte de aquellos ilustres perdedores. Si hasta me sentía orgulloso de nuestra invulnerable estabilidad. Y ahora estoy aquí, solo en medio de la ciudad elegida para la luna de miel, abandonado por ella, que quizás se me adelantó un par de horas en esta revelación de nuestra poquedad. Sin embargo, el mero hecho de poder escupirme en la cara este frío diagnóstico tal vez pueda ser el punto de partida para desterrar el menosprecio. Si puedo ser consciente de lo que he sido (o de lo que no he sido) entonces quizás no todo esté perdido.
De regreso al hotel se topó de nuevo con la manifestación por los desaparecidos de Langui, que a esa altura se había engrosado hasta aglutinar a cerca de un centenar de personas. Sintió entonces que eran dos siglos los que habían pasado, pero al mismo tiempo, inexplicablemente, se sintió más cerca de ellos. Esta vez se fijó en las fotografías que llevaban las mujeres en el pecho, y vio que esos rostros en blanco y negro cobraban vida en las miradas y los gritos de esas mujeres, como si fuese una sola persona la buscada y la que busca, como si la muerte se pudiera vencer con sólo poner mucha vida en la voz y la mirada. Entonces pudo superar el pudor inicial y se unió por un par de cuadras a la manifestación, y coreó sus consignas, y aplaudió con rabia, y finalmente se apartó no sin antes despedirse en silencio de ese grupo al que creyó pertenecer por un momento.
Una vez en el hotel se detuvo en la recepción, donde esta vez sí había alguien, aunque no era el mismo muchacho que había registrado su ingreso.
- Disculpe, señor, ¿es usted el señor Gonzalo Fuentes?
- Sí, yo soy.
- Señor Fuentes, su esposa ha estado preguntando por usted muy preocupada. Por favor vaya a verla a la habitación. Es la 406, señor.
- ¿Cómo? Pero si nosotros estábamos en la 204...
- Sí señor, lo que ocurre es que Froilán, el conserje del turno anterior, le cambió de habitación a la señora porque ella se quejó de la bulla de la calle que no la dejaba dormir. Por eso la trasladamos al cuarto piso y sin ventana a la calle principal; esa habitación es muy tranquila, señor. Usted podrá comprobarlo.
Lo comprendió todo. Se había tratado de una sencilla pero absurda confusión. Claro, ahora podía entender lo que hacía un par de horas no tenía explicación. Agradeció al conserje, le dejó las llaves de la habitación 204, y decidió subir por las escaleras, con mucha calma. Cada paso que daba le ayudaba a poner en orden sus ideas, a formular frases convincentes y hasta definitivas. Supo entonces que podría reaccionar con tranquilidad cuando se enfrentara con el llanto de aquella mujer tan lejana, tan perdida en su pasado, que ahora lo esperaba en la habitación 406. Y supo también que se quedaría en el Cuzco mucho más tiempo del que había planeado.
(2001)


3 comentarios:

  1. Precioso cuento, Ernesto. Qué bueno que eres para los relatos! Me gustó la trama de la historia y la descripción del ambiente. La reflexión del personaje me hizo pensar a mí también! Me has dejado sentada, meditando en las escaleras de la catedral...................

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  2. Comparte más cuentos, por favor. Gracias por enriquecernos con tu blog!

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